Nuestro diálogo no era exactamente una conversación. Ejecutado a un nivel de velocidad y ruido, consistía en una serie de confrontaciones a cámara rápida.
Vivian Gornick, Apegos feroces
Con la llegada del año nuevo parece que las esperanzas
renacen y los planes a futuro se van forjando en la cabeza con la velocidad de las últimas horas del día 31. Propósitos que pocas veces irán más allá de nuestra nariz y que antes de que acabe el mes de enero quedarán enterrados entre la cotidianidad, las rutinas y las urgencias del día a día.
Venimos de unos días intensos y yo me canso, mucho. Por eso hoy, alegando la
excusa de una invitación imposible de rechazar de aquellos parientes políticos
que no se visitan nunca, pero que son el comodín del escape, me tomo el día libre y me quedo en casa, pintando
mandalas y recogiendo lo que durante estos días ha quedado desperdigado por
todas partes. No tengo propósitos para el nuevo año, no tengo deseos ni
confesables ni inconfesables. Pero tengo una necesidad, la necesidad del tiempo
y del silencio que parecen, ambos, la consecuencia lógica de una especie de misantropía
benigna que se pasa con los días, pero que a veces se necesita para no perderse
uno mismo. Es hora de que otros hagan planes mientras, por aquí, la mañana la pueblan las
musarañas y un diletante surfeo sosegado entre cuatro notas musicales y la afonía agónica de las
navidades.
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