martes, 20 de agosto de 2019

CUERDA


Junto a la ventana, yo hojeo estas páginas,que de improviso, pequeñas gotas en el océano de lo vivido, me parecen pobres e inadecuadas hasta para transcribir ni siquiera en este momento de serenidad.

Verde Agua. Marisa Madieri




Las vistas siguen siendo de pena. Decenas de tendederos con ropa de verano tendida. Ropa liviana, descolorida, que pasa de temporada en temporada porque lo de la playa nunca pasa de moda y se usa poco. Pone el reloj en hora antes de salir, girando la rueda demasiado menuda para sus dedos. Hora todo es digital menos su reloj. Es lo único que conserva de su padre. Cada día hay que darle cuerda y antes de irse a trabajar, frente a la puerta, la hacer rodar hasta que ya no gira más. Ahora está de vacaciones, pero al tiempo eso le da igual y reclama su ración de cuerda, aunque no haya prisa, ni urgencias que cuadrar en un horario infernal, por eso se para frente a la puerta le da cuerda y sale cerrando de portazo.
Alcanza la calle, mira a la derecha, a la izquierda, pero no importa la dirección. Entra en el colmado y compra un paquete de tabaco que guarda en el bolsillo superior de la camisa. La semana pasada, ahí había un bolígrafo y un carnet plastificado sujeto al cuello por una banda elástica.
Se sienta en un banco del paseo, apenas nadie aprovechando las pocas horas de fresco que tendrá el día. Pero los más madrugadores ya han colocado sus parasoles en primera línea de mar. Una línea que es imposible de ver desde su minúsculo apartamento incrustado entre la torre Norte y la torre Simbad. La suya es la torre almadraba. Menuda ironía del destino para alguien que nació en Cádiz y a donde no ha vuelto jamás. Desde allí es difícil saber si uno está está en el extrarradio de un ciudad de playa o en Montecarlo, aunque viendo los tendederos la duda se disipa sin dejar rastro.
Cuenta las sombrillas, lo hace dos veces, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Lo hace por hacer algo, por rellenar el tiempo que falta hasta la hora de encender el primer cigarrillo. Da unos golpecitos a la esfera, parece que todo está detenido, el tiempo también y se aguanta las ganas, el deseo de sucumbir a la enorme tentación de encender el primer cigarrillo antes de la diez.






lunes, 5 de agosto de 2019

ALGO DIFUSO



«La vida se rige por un zumbido de fondo, el zumbido constante de los peligros potenciales. Se empieza a percibir el mundo de otra manera. Es posible que no se vuelva a salir de paseo, ir a un jardín, a un parque infantil o a una granja de cabritillas».

Maggie O'Farrell. Sigo Aquí






Puedo imaginar que nos dijera que no nos separáramos, que mi hermana, seis años mayor que yo, debía de vigilarme, cuidarme, que no debía dejar que corriera por delante de ella. Mi torpeza ya entonces era consustancial a mi persona. Pero mi hermana, tan niña como yo, solo pensaba en andar junto a sus amigas, en hablar de sus cosas y no en estar pendiente de si mi falta de habilidad me mantendría en el camino. Y me caí, me caí por un barranco sin que nadie escuchara mi traspiés, ni los gritos que no salieron de mi boca porque se me quedaron clavados dentro mientras intentaba agarrarme a cualquier cosa. Me sentí rebotar contra todo hasta que un tronco terminó con mi carrera y un allí, entre los restos secos de un árbol muerto, me quedé durante no sé cuánto tiempo. No recuerdo mucho más de lo que pasó después, aunque más tarde me explicaron que, posiblemente, el instinto de supervivencia hizo que me durmiera hasta que me sacaron de ahí. Me rompí un brazo y me abrí el muslo en canal. Mi padre nos había enviado de campamentos a las dos, a mí con mis seis años y a mi hermana con sus doce. Él, con sus cuarenta y dos acuestas, necesitaba su espacio, liberarse por unos días del peso de la crianza de dos hijas a la que por pura necesidad tenía que llevar a solas. Me consta que durante años se sintió mal por todo aquello, que cada vez que veía la cicatriz que aquel accidente me dejó en el muslo, una sombra gris le cruzaba la mirada, aunque año tras año, aguantándose el miedo y dándonos un beso en la frente, siguió mandándonos fuera, repitiendo, más para él que para nosotras, que la cosas pasan porque tienen que pasar y que no hay que hacerles más caso del que se merecen. Esa manera de ver las cosas y el ensimismamiento de la infancia me apartó del espanto y solo me dejó una tendencia al vértigo que aun hoy conservo. La vida es frágil, pero eso lo sé hoy porque entonces, mientras caía sin saber cuando iba a parar, no pensé que iba a morir, ni siquiera cuando sentí que el corazón iba a salirme por la boca de puro espanto. Conservo una cicatriz en la pierna, el recuerdo de una brecha que cicatrizó y que durante toda la infancia mostré como una prueba de fortaleza y valentía, aunque hoy, pasados los años, es solo el rastro de algo difuso que nos ronda, que toco con frecuencia, y casi sin darme cuenta cuando mi hijo, de seis años, se va  fuera de casa por unos días. Es el recordatorio impreso, una deformación totalmente mía que de vez en cuando me recuerda que ese algo difuso está por ahí y que lo esquivamos por pura suerte, sabiendo, él y nosotros que, más pronto o más tarde, en cualquier esquina aparecerá pidiéndonos cuentas.