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martes, 29 de agosto de 2023

LEVANTARSE FEROZ

 


Me levanto feroz. No descarto que sea por la pesadilla de una noche de sueño más que movido. Noche de linchamiento que se lleva ahora, y da igual de quién o de qué hables, que estés despierto o que estés dormido. Mal rollo total, lapidación y Código Penal a tutiplén. Aunque estos dos últimos van por barrios en función de quién y de qué. Y me levanto feroz, con el pelo más enmarañado que de costumbre y un dolor de dentadura que se explica por el abandono de la férula de descanso que me mandó el dentista. Feroz, como un caperucita que, por osmosis, se contagia del lobo fiero pero que me dura lo que tardo para el despertador, levantar la persiana y aliviar la vejiga. Y ahora, con menos agua en el cuerpo, pago las consecuencias de un dolor de cabeza que vibra sin parar por desgañitarme en sueños repitiendo que ser un gañan, un machista, un sinvergüenza y un grosero, no te coloca en la casilla del disparadero del Código Penal. Pero, ¿Qué más da? La consigna está en la calle para que abreve la muchedumbre pastoreada por los eslóganes de rigor y se haga política de todo que es lo que ahora se lleva. Vivir en la confrontación del que opina contracorriente es agotador, incluso en sueños. Así que después del primer café de la mañana, mientras intento recolocar la mandíbula como puedo, pienso en la mascarilla natural para el encrespamiento capilar, las pocas ganas que tengo de hacer nada y lo mucho que me está gustando “La primera mano que sostuvo la mía”, de Maggie O’Farrell. Ahí lo dejo, para que puestos a perder el tiempo, al menos se pierda en algo bueno y menos fiero.




lunes, 5 de agosto de 2019

ALGO DIFUSO



«La vida se rige por un zumbido de fondo, el zumbido constante de los peligros potenciales. Se empieza a percibir el mundo de otra manera. Es posible que no se vuelva a salir de paseo, ir a un jardín, a un parque infantil o a una granja de cabritillas».

Maggie O'Farrell. Sigo Aquí






Puedo imaginar que nos dijera que no nos separáramos, que mi hermana, seis años mayor que yo, debía de vigilarme, cuidarme, que no debía dejar que corriera por delante de ella. Mi torpeza ya entonces era consustancial a mi persona. Pero mi hermana, tan niña como yo, solo pensaba en andar junto a sus amigas, en hablar de sus cosas y no en estar pendiente de si mi falta de habilidad me mantendría en el camino. Y me caí, me caí por un barranco sin que nadie escuchara mi traspiés, ni los gritos que no salieron de mi boca porque se me quedaron clavados dentro mientras intentaba agarrarme a cualquier cosa. Me sentí rebotar contra todo hasta que un tronco terminó con mi carrera y un allí, entre los restos secos de un árbol muerto, me quedé durante no sé cuánto tiempo. No recuerdo mucho más de lo que pasó después, aunque más tarde me explicaron que, posiblemente, el instinto de supervivencia hizo que me durmiera hasta que me sacaron de ahí. Me rompí un brazo y me abrí el muslo en canal. Mi padre nos había enviado de campamentos a las dos, a mí con mis seis años y a mi hermana con sus doce. Él, con sus cuarenta y dos acuestas, necesitaba su espacio, liberarse por unos días del peso de la crianza de dos hijas a la que por pura necesidad tenía que llevar a solas. Me consta que durante años se sintió mal por todo aquello, que cada vez que veía la cicatriz que aquel accidente me dejó en el muslo, una sombra gris le cruzaba la mirada, aunque año tras año, aguantándose el miedo y dándonos un beso en la frente, siguió mandándonos fuera, repitiendo, más para él que para nosotras, que la cosas pasan porque tienen que pasar y que no hay que hacerles más caso del que se merecen. Esa manera de ver las cosas y el ensimismamiento de la infancia me apartó del espanto y solo me dejó una tendencia al vértigo que aun hoy conservo. La vida es frágil, pero eso lo sé hoy porque entonces, mientras caía sin saber cuando iba a parar, no pensé que iba a morir, ni siquiera cuando sentí que el corazón iba a salirme por la boca de puro espanto. Conservo una cicatriz en la pierna, el recuerdo de una brecha que cicatrizó y que durante toda la infancia mostré como una prueba de fortaleza y valentía, aunque hoy, pasados los años, es solo el rastro de algo difuso que nos ronda, que toco con frecuencia, y casi sin darme cuenta cuando mi hijo, de seis años, se va  fuera de casa por unos días. Es el recordatorio impreso, una deformación totalmente mía que de vez en cuando me recuerda que ese algo difuso está por ahí y que lo esquivamos por pura suerte, sabiendo, él y nosotros que, más pronto o más tarde, en cualquier esquina aparecerá pidiéndonos cuentas.



domingo, 5 de mayo de 2019

ME LLAMO GRACE


"Cuando eres pequeña, nadie te dice que vas a morir . Tienes que averiguarlo por ti misma. Las pistas pueden ser que tu madre llore pero finja que no..."
Sigo aquí. Maggie O'Farrell




Me llamo Grace. Este es mi segundo aniversario, aunque nací en 1974. Peino unas canas diminutas y tengo ganas enormes de vivir en paz. Yo, mujer  nacida de los dolores de otra a la que no recuerdo, he sobrevivido a mi primera vida y recién acabo de empezar la segunda. Quiero pensar que soy un gato como el que ayer vi en el televisor, que tengo siete vidas y que todavía dispongo de otras cinco de recambio, pero algo me dice que mi cuerpo no soportaría otra desconexión, otro coma que era irreversible y que al final, no lo fue. Un golpe de suerte, dice el doctor, intentando hacer una gracia que no comprendo y que le hace carraspear por lo bajo y cambiar de tema sobre mi aspecto. El pelo despunta poco más de un centímetro, blanco, espeso, junto a una costura que cerró el escape de todo. Me llamo Grace, y no recuerdo nada de lo que ocurrió aquel 3 de abril de 2017 en el que, según me cuentan, aparecí inconsciente en los baños de la estación de autobuses con la cabeza abierta y el bolso vacío. Ahora sé que tuve una primera vida, desconocida, que no sé cómo encajar con esta segunda que no controlo. No recuerdo nada. Hace dos semanas que he vuelto a un apartamento que dicen que es mío y que alguien se ha encargado de mantener mientras yo intentaba volver a consciencia. Cuando llegué casa encontré un ramo de margaritas enorme junto a una carta que no supe leer. Tengo que reaprender lo que en su día aprendí y que ahora se ha perdido por algún lugar de mi cabeza, aunque yo creo que debió quedar entre las baldosas de aquel retrete en el que aparecí. Tengo restringidas las visitas y yo misma acepté a una cuidadora, Mae, que me ayude a transitar desde el olvido a mi nueva vida. Dicen que de esa manera será más sencillo. No lo sé. Por la casa hay fotografías mías y de la que era mi vida.  Me formulo pocas preguntas porque me da miedo lo que pueda descubrir.Paso muchas hora sentada en el sofá de casa, mirando por la ventana intentando descubrir lo que hay ahí afuera.  Salgo muy poco a la calle, una vuelta alrededor de la manzana y vuelta a casa. Me cruzo con extraños que me miran con condescendencia, que me saludan con reserva y yo, agarrada al brazo de la única seguridad que tengo, sonrío de un modo mecánico. A veces rebusco entre los cajones, en el fondo de los armarios, algo que encienda la chispa de la memoria, pero todo es extraño, anodino. Lloro sin saber porqué y Mae tiene la corpulencia de un armario ropero y la sensibilidad de una alondra, me abraza hasta que consigue que el hipo desaparezca. Es negra como el tizón y sus manos destacan sobre la blancura mortecina de mi cuerpo que lava con delicadeza. Ella es Mae, yo soy Grace, y el resto es un mundo de desconocidos que me asustan. Ayer, volvió la policía. Me senté en el sofá y no pude contestar a nada de lo que me preguntaron. Se que se exasperan y que dejarán de venir porque yo no recuerdo nada. No sé quién soy, no sé quién querría hacerme daño, no sé quién es nadie, no sé nada. Y me siento como un bebé inútil e indefenso, con un insufrible dolor de cabeza que  no sé cuándo va a parar.
Esta noche he soñado por primera vez desde que he vuelto a esta casa. Un hombre me tiraba del pelo y me obligaba a doblar el cuello hasta que ya no daba más de sí. Veo la acera sucia, llena de mugre y escucho un ruido seco de una nuez partida y sé que estoy muerta otra vez. Un grito se me ahoga en el centro del pecho y me he despertado rota.  Todo me da miedo, la casualidad de estar donde no debía, según dicen. La vida se ha convertido en cuatro paredes que guardan celosamente la nada más absoluta.