«La vida se rige por un zumbido de fondo, el zumbido constante de los peligros potenciales. Se empieza a percibir el mundo de otra manera. Es posible que no se vuelva a salir de paseo, ir a un jardín, a un parque infantil o a una granja de cabritillas».
Maggie O'Farrell. Sigo Aquí
Puedo imaginar que nos dijera que no nos separáramos, que mi
hermana, seis años mayor que yo, debía de vigilarme, cuidarme, que no debía dejar que corriera por delante de ella. Mi torpeza ya entonces era consustancial a mi persona. Pero mi hermana, tan niña como yo, solo
pensaba en andar junto a sus amigas, en hablar de sus cosas y no en estar
pendiente de si mi falta de habilidad me mantendría en el camino. Y me caí, me caí
por un barranco sin que nadie escuchara mi traspiés, ni los gritos que no salieron de mi boca porque se me
quedaron clavados dentro mientras intentaba agarrarme a cualquier cosa. Me
sentí rebotar contra todo hasta que un tronco terminó con mi carrera y un allí,
entre los restos secos de un árbol muerto, me quedé durante no sé cuánto tiempo. No recuerdo
mucho más de lo que pasó después, aunque más tarde me explicaron que, posiblemente, el
instinto de supervivencia hizo que me durmiera hasta que me sacaron de ahí. Me
rompí un brazo y me abrí el muslo en canal. Mi padre nos había enviado de
campamentos a las dos, a mí con mis seis años y a mi hermana con sus doce. Él, con
sus cuarenta y dos acuestas, necesitaba su espacio, liberarse por unos días del
peso de la crianza de dos hijas a la que por pura necesidad tenía que llevar a
solas. Me consta que durante años se sintió mal por todo aquello, que cada vez que veía la
cicatriz que aquel accidente me dejó en el muslo, una sombra gris le cruzaba la
mirada, aunque año tras año, aguantándose el miedo y dándonos un beso en la
frente, siguió mandándonos fuera, repitiendo, más para él que para nosotras, que la cosas pasan porque tienen que pasar y que no hay que hacerles
más caso del que se merecen. Esa manera
de ver las cosas y el ensimismamiento de la infancia me apartó del espanto y
solo me dejó una tendencia al vértigo que aun hoy conservo. La vida es frágil,
pero eso lo sé hoy porque entonces, mientras caía sin saber cuando iba a parar, no pensé que iba a morir, ni siquiera cuando sentí
que el corazón iba a salirme por la boca de puro espanto. Conservo una cicatriz
en la pierna, el recuerdo de una brecha que cicatrizó y que durante toda la
infancia mostré como una prueba de fortaleza y valentía, aunque hoy, pasados
los años, es solo el rastro de algo difuso que nos ronda, que toco con frecuencia, y casi sin darme cuenta cuando mi hijo, de seis años, se va fuera de casa por unos días. Es el recordatorio impreso, una deformación totalmente mía que de vez en cuando me recuerda que ese algo difuso está por ahí y que lo esquivamos
por pura suerte, sabiendo, él y nosotros que, más pronto o más tarde, en cualquier
esquina aparecerá pidiéndonos cuentas.
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