domingo, 25 de febrero de 2018

KALTER KRIEG




El mundo había empezado a correr y aun no nos habíamos preparado para colocarnos en la casilla de salida. Nadie nos había dicho que, a poco que intentáramos desplegarnos, un azote de tormentas se nos abalanzaría encima para procurar que nuestros pasos no fueran más que una manera de mantenernos en ocupados en el intento de avanzar sin que consiguiéramos movernos ni un milímetro. ¡Menuda sorpresa! Por eso no fue extraño saber que a las pocas semanas de empezar con aquel trabajo, algunos se despidieran sin que nadie explicara nada. Nadie nos había preparado para ser máquinas inanimadas, para olvidar nuestras vidas personales, nuestros deseos, nuestros pequeños dramas cotidianos, ni siquiera la existencia de la conciencia propia y de nuestra propia trascendencia. Pero eramos jóvenes llenos de ganas de no sabíamos qué, y así era aquello, caminar para que nada se moviera y que otros avanzaran sin mirar atrás.
A los tres meses de empezar a trabajar allí murió padre. Me enteré dos días más tarde. Había salido por la mañana para ir a su oficina y un infarto lo dejó muerto en la parada del 103, como una broma triste del destino, un diez de marzo. Y mientras eso pasaba yo estaba encerrado en un edificio del que solo salí cuando vinieron a buscarme porque llevaba cuarenta y ocho horas sin contestar a ninguna llamada. Llegué a su entierro sin ninguna transición. El domingo habíamos estado tomando una cerveza juntos y ahora llegaba allí, aturdido, frente a una caja cerrada.
Recuerdo poco de aquel día, no soy capaz de recordar quién dijo qué, ni si hacía sol o si lloviznaba. Solo sé que aquella extraña semana mi vida cambió, dejándome la sensación de que por algún rincón de mi corta existencia había perdido algo más que a mi padre y que ya no podría recuperarlo jamás. Fue embarazoso reconocer que el mundo funcionaba mientras yo estaba encerrado mirando la pantalla de un ordenador, señalando con un puntero los objetivos sobre los que alguien, a quien no vería jamás, decidiría. ¿Dónde estaba mi responsabilidad en todo aquello? ¿Los muertos que eran noticia en el telediario de las seis eran un poco míos? No había pensado en nada de todo eso hasta aquel momento, frente a la caja que guardaba para siempre mi padre.
Al terminar, encajé unas cuantas manos, abracé a mi madre que fumaba un cigarrillo tras otro, y empecé a caminar calle abajo. Debía volver. Los hilos invisibles de un mundo podrido se mueven pese a todo. Tuve un mal presentimiento. Tendría que aprender a vadear a los muertos sin que me empujaran a través de los días porque ahora, tras aquellas semanas marcando zonas, podía ponerme un nombre. A media calle me giré y pude ver, de lejos, el cuerpo encogido de mi madre y supe que no podría volver a mirarla a los ojos sin sentirme un ser infame.










martes, 20 de febrero de 2018

DE LA INSIGNIFICANCIA



El ruido se inicia en el instante en el que las personas se callan y oímos los pensamientos moverse dentro de ellas como las piezas, que intentan ajustarse, de un motor averiado.

António Lobo Antunes






Hay muchas cosas por las que disgustarse hoy en día. En mi vida intento que cada vez sean la menos pero aun así no consigo alejarme de algunas inquietudes, por mucho que intente ponerles distancia. Pero el azar es traicionero y, cuando uno menos se lo espera, llega en modo ruidoso y le da la vuelta a la mañana como si se tratara de un calcetín ya viejo. A veces son cosas que carecen de una importancia real frente a la desgracia del mundo pero, aun así, la relativización solo sirve para respirar profundamente y sumirse en el silencio durante un buen rato. Esta mañana ha sido una de esas, nada fundamental para el mundo pero ahí queda, en el capítulo de las pequeñas desazones. Perder algo a lo que se le tiene estima, por muy poco valor que tenga, no deja de ser una murga que llevo mal. Algunos nos rodeamos de cosas viejas que nos gustan y nos reconfortan, y que el día que desaparecen nos llenamos de una tristeza incomprensible para el que no tuvo el abrigo y consuelo de aquello que carece de sentido para cualquiera. Podría decirse que los que disfrutamos de las pequeñas cosas que no sirven para nada, pero que acompañan mucho, somos fetichistas menores incomprendidos en muchos casos. El paraíso terrenal de cada uno se compone de las cosas que uno escoge, por eso no es extraño encontrarse momentáneamente desvalido, incluso un poco devastado, cuando aquello que nos hizo felices desde la insignificancia se pierde.



miércoles, 14 de febrero de 2018

TIEMPO DE PERRAS


El gran Abulio pidió a los dioses la merced de desdoblar de sí mismo un álter ego activo, un gemelo ejecutivo y diligente, inmune a la pereza, a la duda y a la desesperanza, pero completamente sometido a su mandato como el siervo de la lámpara de Aladino.


Rafael Sánchez Ferlosio




Le dije que no debía caminar solo por la calle y mucho menos hacerlo a esas horas. De noche, con frío, y con más años que Matusalén, hay ideas que no son buenas aunque uno lo crea. Pero ser mayor no convierte a nadie en idiota, ni en un inútil, por eso no pude quejarme cuando de muy buenas maneras me mandó a paseo. Ayer le visité en su casa, la pierna rota y un habano en la mano. Le pregunté qué tal y me dijo que estupendo, como nunca. Nos bebimos una cafetera italiana entera. A las ocho, con el termómetro cayendo a pasos agigantados, me señaló la puerta y me dijo que era hora de que volviera a casa. No es bueno que andes por la calle habiendo oscurecido y con esta lluvia, dijo. Le mandé a paseo trufándolo todo con un abrazo grueso. Un tiempo de perros me esperaba en el portal.


domingo, 11 de febrero de 2018

AT LAST


A medida que pasa nos hace sentir cada objeto
en el espacio de su propia sombra.
Me gustaría poder llevar esta claridad.
Anne Carson



Algo ha pasado con el tiempo que parece haberse detenido. Miro el reloj y las saetas, desde hace una eternidad, marcan lo mismo. He entrado en un bucle que me mantiene despierto y algo perdido. Mañana no me tendré en pie. En nada aparecerán los fantasmas, tu fantasma, y  tendré que esconder el teléfono, guardarlo bajo llave. Creo que he escrito unas doscientas veces que no volveré a llamarte. Pueden parecer muchas pero son bastantes menos de las que en realidad he querido hacerlo. Pensándolo bien, me estoy convirtiendo en un acosador silencioso y en la distancia, en un  tipo desesperado que necesita escuchar tu voz para saber que sigues viva. Pero yo ya no puedo con tanta batalla. Así que doy vueltas en la cama y te imagino en casa, tu casa ya, dando vueltas a la cama también, pero dormida. Me levanto para dar unas vueltas por la habitación, seis pasos largos de punta a punta y poco más. He dejado de fumar. La poesía del desvelo se fue cuando prescindí de la nicotina por prescripción médica y ahora cuento pasos para no pensar. No queda poesía, ni el aliento de tu respiración dormida. Voy a la cocina y lleno un vaso de agua con el que riego los restos de un macetero en el que plantaste unas matas de tomillo y algo de romero. Me resisto a deshacerme de ellas aunque ahora solo sean cuatro hierbas secas. Y es que no sé lo que tiene el tiempo que todo lo mata, que me deja despierto pensando en lo grande que se vuelve la cama cuando las horas no avanzan.




domingo, 4 de febrero de 2018

TROTSKY



Toda especie tiene el derecho inalienable a seguir existiendo.

Jonathan Franzen



Hace unos días vino a vernos a casa un amigo con el que mantenemos un contacto muy fluido y con el que la corriente de cariño y aprecio es verdadera. Venía con Trotsky, el perro compañero. No sé si es muy acertado decir que un perro es un camarada, pero lo cierto es que el can, por decirlo de un modo sencillo, es un colega de cuatro patas que bien vale una atención. Ahora ya, de puro viejo, le duelen las patas, de hecho arrastra un poco una de las traseras y su pelaje, que en algún momento debió ser abundante, ralea por algunas partes. Pero el can es compañero fiel y agradecido aunque su nombre de revolucionario antiguo no le acompañe demasiado.  Vino bautizado de la calle, una chapa así lo decía, y se le quedó el nombre para que no fuera a pensar que en su perra vida nadie le respetaba nada. Creemos que Trotsky tiene unos doce tal vez trece años de edad, pero es difícil de saber. Los perros abandonados tienen esas cosas del misterio de lo ignorado. Está viejo y un poco ciego. En casa, cuando lo acogemos porque su amo sale de viaje, apartamos los trastos para que no tropiece y pueda llegar, aunque sea dando tumbos al comedero de la cocina. Dispone de una almohada grande en la que se tumba y de la que levanta la cabeza en cuanto me oye entrar por la puerta. Al llegar a casa, mientras dejo las cosas sobre la mesa y busco su correa para sacarle un rato, me pierdo preguntándome en qué pensará un perro viejo durante todo el día. Esta mañana ha amanecido lloviendo. Todo está en silencio y así quiero que se mantenga durante un rato. Me siento en el sofá y Trotsky apoya la cabeza sobre mis piernas. La pereza me mata, pero me mata mucho más esa mirada de perro noble que pide sin pedir. Toca pasear bajo la lluvia. Cantaré por lo bajini, como si fuera Gene Kelly, mientras busco una terraza cubierta donde tomarme un café (una lástima que el perro no comparta las ganas) y de vuelta, con la pelambrera aún mojada, despertaremos a los de la casa.