El mundo había empezado a correr
y aun no nos habíamos preparado para colocarnos en la casilla de salida. Nadie
nos había dicho que, a poco que intentáramos desplegarnos, un azote de
tormentas se nos abalanzaría encima para procurar que nuestros pasos no fueran más que una manera de mantenernos en ocupados en el intento de avanzar sin que consiguiéramos
movernos ni un milímetro. ¡Menuda sorpresa! Por eso no fue extraño saber que a
las pocas semanas de empezar con aquel trabajo, algunos se despidieran sin que nadie explicara nada. Nadie nos había preparado para ser máquinas
inanimadas, para olvidar nuestras vidas personales, nuestros deseos, nuestros
pequeños dramas cotidianos, ni siquiera la existencia de la conciencia propia y
de nuestra propia trascendencia. Pero eramos jóvenes llenos de ganas de no sabíamos qué, y así era aquello, caminar para que nada se
moviera y que otros avanzaran sin mirar atrás.
A los tres meses de empezar a
trabajar allí murió padre. Me enteré dos
días más tarde. Había salido por la mañana para ir a su oficina y un infarto lo
dejó muerto en la parada del 103, como una broma triste del destino, un diez de marzo. Y mientras eso
pasaba yo estaba encerrado en un edificio del que solo salí cuando vinieron a
buscarme porque llevaba cuarenta y ocho horas sin contestar a ninguna llamada.
Llegué a su entierro sin ninguna
transición. El domingo habíamos estado tomando una cerveza juntos y ahora llegaba allí, aturdido, frente a una caja cerrada.
Recuerdo poco de aquel día, no soy capaz de recordar quién dijo qué, ni si hacía sol o si lloviznaba. Solo sé que aquella extraña semana mi vida cambió, dejándome
la sensación de que por algún rincón de mi corta existencia había perdido algo más que a mi padre y que ya no podría recuperarlo jamás. Fue embarazoso reconocer que el mundo funcionaba mientras yo estaba encerrado mirando
la pantalla de un ordenador, señalando con un puntero los objetivos sobre los
que alguien, a quien no vería jamás, decidiría. ¿Dónde estaba mi responsabilidad
en todo aquello? ¿Los muertos que eran noticia en el telediario de las seis eran un poco míos? No
había pensado en nada de todo eso hasta aquel momento, frente a la caja que
guardaba para siempre mi padre.
Al terminar, encajé unas cuantas
manos, abracé a mi madre que fumaba un cigarrillo tras otro, y empecé a caminar calle abajo. Debía volver. Los
hilos invisibles de un mundo podrido se mueven pese a todo. Tuve un mal
presentimiento. Tendría que aprender a vadear a los muertos sin que me
empujaran a través de los días porque ahora, tras aquellas semanas marcando
zonas, podía ponerme un nombre. A media
calle me giré y pude ver, de lejos, el cuerpo encogido de mi madre y supe que
no podría volver a mirarla a los ojos sin sentirme un ser infame.
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