Toda especie tiene el derecho inalienable a seguir existiendo.
Jonathan Franzen
Hace unos días vino a vernos a
casa un amigo con el que mantenemos un contacto muy fluido y con el que la corriente de cariño y aprecio es verdadera. Venía con Trotsky, el perro compañero. No sé si es muy acertado decir que un perro es un
camarada, pero lo cierto es que el can, por decirlo de un modo sencillo, es un
colega de cuatro patas que bien vale una atención. Ahora ya, de puro viejo, le duelen las patas,
de hecho arrastra un poco una de las traseras y su pelaje, que en algún momento
debió ser abundante, ralea por algunas partes. Pero el can es compañero fiel y
agradecido aunque su nombre de revolucionario antiguo no le acompañe demasiado.
Vino bautizado de la calle, una chapa
así lo decía, y se le quedó el nombre para que no fuera a pensar que en su
perra vida nadie le respetaba nada. Creemos que Trotsky tiene unos doce tal vez
trece años de edad, pero es difícil de saber. Los perros abandonados tienen esas cosas del misterio de lo ignorado. Está viejo y un
poco ciego. En casa, cuando lo acogemos porque su amo sale de viaje, apartamos
los trastos para que no tropiece y pueda llegar, aunque sea dando tumbos al comedero de la cocina. Dispone de una almohada grande en la que se tumba y
de la que levanta la cabeza en cuanto me oye entrar por la puerta. Al llegar a
casa, mientras dejo las cosas sobre la mesa y busco su correa para sacarle un
rato, me pierdo preguntándome en qué pensará un perro viejo durante todo el día. Esta mañana ha
amanecido lloviendo. Todo está en
silencio y así quiero que se mantenga durante un rato. Me siento en el sofá y
Trotsky apoya la cabeza sobre mis piernas. La pereza me mata, pero me mata
mucho más esa mirada de perro noble que pide sin pedir. Toca pasear bajo la
lluvia. Cantaré por lo bajini, como si fuera Gene Kelly, mientras busco una terraza cubierta donde tomarme un café (una lástima que el
perro no comparta las ganas) y de vuelta, con la pelambrera aún mojada,
despertaremos a los de la casa.
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