domingo, 27 de septiembre de 2020

NERÓN Y UN BIDÓN DE GASOLINA

 



Andrés Trapiello tiene un artículo que comienza diciendo “Por suerte, la mayor parte de las cosas que oímos o decimos durante las campañas electorales las olvidamos luego”.  Las últimas elecciones en España se celebraron en el mes de noviembre de 2019 y si bien es verdad que durante las campañas se dicen auténticas barbaridades, esta vez, lo peor no es lo que se dijo entonces, cuando unos y otros intentaban arañar votos, sino lo que se ha venido diciendo y haciendo después. El actual Gobierno es un auténtico despropósito que parece estar en campaña permanente para el hundimiento de las instituciones con la inestimable ayuda de los partidos políticos de los que salen sus miembros. Todos juntos, con la coreografía propia de unos chalados, hacen palanca para mandarlo todo al carajo. ¿Es posible atacar sistemáticamente las instituciones del Estado desde el centro mismo del Gobierno? Es posible ¿Es posible olvidar que nos encontramos ante uno de los mayores desastres sanitarios y económicos de los últimos tiempos y centrarse en las disputas por mantenerse en los sillones sin atender a las urgencias que ahora reclaman intervenciones técnicas y cabales? Se puede. 

Dicen que la clase política de un país suele ser el reflejo de la sociedad a la que representan. Si es así, podemos colgarnos la medalla de ser la sociedad más imbécil, infantilizada, inculta y con menos memoria, de los últimos tiempos.  Merecemos el tan denostado meteorito que cada cierto tiempo amenaza con reventar el globo. Hace un par de días, escuché a Adriana Lastra (capitoste del PSOE) hablar de que hay que modificar el Código Penal porque tiene más de 200 años. Ignora la señora que el mencionado Código es del año 1995, una ley socialista de la que se enorgullecían denominándola el Código de la Democracia. Una Ministra de Igualdad, Irene Montero, preocupada por lo sexistas que son las señales de tráfico. Un Ministro de Consumo, Alberto Garzón, atacando a la Jefatura del Estado.  Un Gobierno que no tramita las ayudas europeas al turismo porque dice tenerlo controlado con los Eres. Un gobierno, autonómico, el catalán en este caso, que aprueba una reforma del Impuesto de sucesiones, en plena cadena de muertes por el coronavirus, para convertirlo en un  impuesto impagable para las clases más desfavorecidas  Y todo eso sucede en un país donde la gente se contagia, se muere, se rifan las estadísticas, se camuflan los números, se olvida de los más vulnerables y la economía se hunde. Vivimos en unos tiempos tremendos con los peores gobernantes que podíamos escoger. Es posible que los de otros color o signo contrario tampoco fueran mucho mejores, a fin de cuenta, según dicen, son una muestra de lo que somos. Pero ahora están los que están y ellos son los responsables de lo que sucede con el país.

Falta autocritica, humildad, proyectos y falta, sobre todo, voluntad de dejar de lado la ideología y trabajar desde el conocimiento y la técnica. Nos sobran políticos, cargos públicos, asesores a dedo y el derroche en todo aquello que no sirva para sacarnos de esta crisis global. En Italia acaban de votar mandar a casa a un tercio de sus parlamentarios y senadores. Una medida impensable en este país en el que cada día que pasa se multiplican, no solo los Ministerios, sino también las secretarias, los órganos consultivos y todo aquello que sirve para que unos cuantos se llenen el buche a costa de los presupuestos generales del Estado. El amiguismo, para todo ello, es el mejor currículum.

En esta crisis en la que nos encontramos inmersos, se necesitan de respuestas rápidas, eficaces y eficientes.  Falta concentración, aunar esfuerzos sin pensar en el ventajismo político y pensar en el bien común. Pero España, que es como es, agoniza manteniendo en cabeza a un bronceado Nerón que se limita a tocar la lira, negociando con el diablo para mantenerse en pie, mientras espera que le sigan sacando brillo al capó de su berlina de lujo.




jueves, 24 de septiembre de 2020

TURN UP THE VOLUME

 


No empujes, ahí fuera ya no hay nada.



Acallarlo una y otra vez. Silenciarlo en la boca, en la cabeza, en las venas. Taparse los oídos hasta que duelan, para dejar de escucharle por dentro. Su voz, en otro momento densa y ahora ya desaparecida, sigue recorriendo los rincones de un cerebro ralentizado que busca dormirse entre los empujones de todo lo que el seso inventa. El cuenco se agita y el vértigo  amodorra, volviendo la necesidad de mantenerse en el frágil equilibrio que se sostiene a base de silencio y oscuridad. Un vacío que estremece tanto como lo hacía su presencia.




domingo, 20 de septiembre de 2020

MORNING SUN

 



Después de más de media hora buscando un libro que podría jurar tenía sobre la mesa y, maldita sea, no encuentro, al final desisto. Esta tarde no se trabaja. Me da coraje y aunque repito dentro de mi que no lo voy a buscar más, que ya aparecerá, algo me empuja hacia el comedor, al dormitorio, al baño y al patio, y no por primera vez, para rebuscar entre mis "basta, ya aparecerá". No me gusta perder las cosas. Sé que está en casa porque trabajo con él desde el mini espacio en el que me ubiqué durante el confinamiento y que mantengo, aunque el teletrabajo quedó olvidado hace meses. Perder cosas dentro de casa no señala a una persona como desordenada, aunque algunos se empeñen metiendo cizaña. No es el desorden, sobre todo cuando pese a cierta anarquía hay un cierto orden que se sobrelleva. A veces es el automatismo. Alguno extraviamos por el automatismo con el que funcionamos a veces, por la perdida de atención en algunos momentos. Puede que alguien llamara a la puerta, cuando andaba con el en la mano y acabara dejándolo en cualquier sitio al ir  a abrir; o que sonara el teléfono fijo por quinta vez para ofrecerme un cambio de compañía y que, también en ese caso, quedará por ahí mientras desconectaba el aparato de la roseta y porque, justo después, me puse a tender la lavadora de color que llevaba dos horas terminada. Yo qué sé. Aplicar la máxima de “cada cosa en su sitio y un sitio para casa cosa”, fue algo que mi padre, persona ordenada y de bien, nos repetía con frecuencia. El “sois muchos y el espacio es poco”, pensó que nos ayudaría a convertirnos en una especie de Maries Kondo hispánicas, pero no, en mí no caló el mensaje. Mientras escribo esto, porque me siento bloqueada para seguir con lo que tenía que emprender esta tarde, pienso en que, tal vez, por el automatismo que en ocasiones me invade, lo acabé colocando en el bolso, de cualquier manera, pensando en terminar algunos párrafos cuando me fui a tomar un café esta mañana. Pero sé que entonces, después de charlar con dos vecinos que acaban de volver a la ciudad después de unos años expatriados, he comprado el periódico y un ejemplar del Hola para redimirme del castigo que supone leer alguna prensa y me he tomado un café bajo los últimos rayos de sol de este verano que se acaba. Y puede, solo puede que, acomodado el bolso en una silla, del que se cayó y todo fue al suelo (porque esta Marie Kondo siempre lleva la cremallera abierta), quedara arrinconado por debajo de alguna mesa de la terraza, oculto para mí que ya solo estaba para alucinar con Ponce, el torero. El orden es una virtud, no lo voy a negar. Facilita la diligencia, eso seguro. Sé que el remedio a estas cosas que me pasan, que igual pierdo un libro, que una camiseta, que olvido renovar la firma digital, es estar en lo que estoy.  Pero la naturaleza es la que es, y la mía también. Y aunque ya me lo dice mi instructor de yoga: "Noire, lo que importa es la consciencia", yo de naturaleza rebelde, sigo perdiendo cosas en casa e inspirando y expirando pensado en el tráfico de la Gran Vía.




domingo, 13 de septiembre de 2020

ANTIBES



“Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor”.

El Gran Gatsby. Francis Scott Fitzgerald






Busco la hamaca más retirada. Apenas hay nadie en la piscina. Estos días, aunque raros, parecen pintados para bajar a la playa, aunque para llegar haya que hacerlo con mascarilla y la suerte de frente. Los aforos han abortado muchos planes estos días y caminar, aunque sea a buen paso y bajo el calor sofocante del sol mediterráneo, no garantiza una plaza en la que acomodar la toalla y reposar la pereza a la hora de la siesta. Pero yo, que he aprendido a improvisarlo todo, decido quedarme en la finca y busco la sombra de la buganvilla que se descuelga del muro que la divide en dos.  A un lado, la piscina. Al otro, un jardín en el que los pinos se mezclan con hibiscos, los romeros y lavandas que al anochecer regalan el perfume de un verano que se agota.  Sopla una brisa suave y las gotas del chapuzón del niño de la casa me refrescan por unos segundos. Desde la tumbona miro al horizonte como si desde aquí, tan lejos y tan cerca, pudiera ver la silueta del cabo y el color verdoso del agua que lo bordea. La imaginación es un motor poderoso que nos rescata sin necesidad de pagar ni un solo céntimo. Llega hasta aquí el bullicio de la alegría de los que saltan las olas que, de modo intermitente, van barriendo la orilla de la playa. A la sombra de las hojas que cobijan las flores más diminutas del mundo, dejo que la razón se pierda y fluya, como el agua que se extiende al llegar a la orilla del mar, la idea tan extraordinaria como estúpida de volver a verte.



domingo, 6 de septiembre de 2020

NOTAS MANEKI-NEKO



“Desde el momento en que uno tiene vida interior, ya está llevando una doble vida.”
La vida secreta de las palabras. Isabel Coixet


- Estoy seca. Abro un documento de Google y empiezo a anotar, con la aplicación de voz, los libros que tengo en el despacho. Tengo que ordenar para dejar de comprar libros que ya compré. Necesito poner orden. Sé que si buscara con atención encontraría algún que otro listado que empecé en algún momento, pero me da pereza y es posible que ni siquiera pueda identificar por dónde empecé. Así que mejor dar por perdida aquella inversión ruinosa de tiempo y volver a comenzar de cero, guardando el come-come que, con voz aflautada, me repite por dentro del cerebro que volveré a abandonar la tarea sin llegar a listar nada de nada.


- El jueves me llamaron para indicarme que fulanita había estado el martes con menganito que ha dado positivo en Covid. Esa fulanita estuvo conmigo la tarde del miércoles. Maldita normalidad. Hoy fulanita  me confirma un negativo que la alegra mucho pero que a mí me deja tiritando. ¿Qué sabemos del virus? ¿Qué sabemos de nada?


- El martes vuelvo a M. Espero que no llueva. A M siempre  se está regresando y, a la misma vez, uno se va yendo sin parar. Tengo que volver a acostumbrarme a la vida nómada, aunque sea cosa temporal. A esta altura de la vida, me cansa más de lo que quisiera. Levantar el campamento con cuatro bultos para distribuirlos de manera que, una solución habitacional, como decía aquella Ministra ya olvidada, se convierta en un lugar confortable disfrazado de rincón apetecible. Allí no listaré nada, no tengo nada que listar. Puede que invente nuevas costumbres que arrastraré arriba y abajo para que los próximos meses pasen deprisa. No son tiempos para viajes. Me llega en mala hora, en mala gana y en mala “todo”, pero me llega.


- Leo que Isabel Coixet ha ganado el premio nacional de cinematografía. Me alegro. Coixet casi siempre me hace feliz. Hace unas semanas compré un ejemplar de “No te va a querer todo el mundo”, una recopilación de textos suyos que han ido apareciendo en diferentes medios escritos. A Coixet se la quiere o se le tiene una manía espantosa, ahora ya no solo por su obra sino también por su puesta en evidencia del nacionalismo catalán excluyente. En el lado de las filias se escribe su nombre. Debo reconocer que me cogía de paso, que hacía el calor asfixiante de una tarde de agosto, y que se me había colocado entre ceja y ceja el hacerme con un ejemplar para leerlo entre polos de cola y granizados de limón de Mercadona. Mi verano ha sido muy limitado. Y entré, sabiendo que tener a Coixet en sus estanterías sería algo sobrenatural, pero entré. Cogí tres o cuatro libros y pedí el suyo. El dueño y tendero me miró con esa superioridad moral que gastan algunos que aun no se han enterado que el amarillo da mal fario y me dijo que no, que no lo tenía. Dejé el resto de ejemplares sobre el mostrador, le di las gracias y me marché. Ellos pueden vender lo que quieran y yo, que soy la que pago, comprar donde me dé la gana.


- En abril de este mismo año, corté dos tomates medio pochos y los regué hasta que conseguí que crecieran unas pequeñas matas. Los trasplanté a una maceta y ahora dispongo de un tomate, un solo tomate que ha vencido los riegos desordenados, una plaga de bichitos y la contemplación incansable durante una primavera un tanto triste.


- Tengo un gato de la suerte, me lo trajeron de Usera. Lo coloqué en la cocina y allí ha estado durante un par o tres de años. Ya no le funciona el brazo. El signo de los tiempos impone tirarlo a la basura, pero una especie de Diógenes romántico me lleva a limpiarlo y colocarlo sobre la encimera del baño. Igual es cosa de la humedad, o el cambio de paisaje, pero horas más tardes, ahí está, dándolo todo, brazo arriba, brazo abajo.


- Me cruzo con una pareja. Los dos van tatuados. Él desde el cuello hasta los pies. Ella solo la espalda, un tatuaje enorme que se escapa por fuera de la camiseta de tirantes que lleva. No me gustan los tatuajes y me sorprende verlos en personas que los llevan en lugares en los que ellas mismas no los pueden ver, excepto que utilicen varios espejos. Supongo que tendrá una explicación a la que yo no llego, salvo que lo de tatuarse en zonas inalcanzables a la propia vista sea un ejercicio de exhibicionismo dirigido a terceros. Pero yo qué sé. El tatuaje, como dijo aquel, no es para mí.


- He descubierto a Fudasca. Le escucho bebiendo café con hielo mientras me abanico con un suplemento dominical y repaso, de reojo, tu silenciosa existencia. La cosa ésta nos ha quedado como una copla.