“Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor”.
El Gran Gatsby. Francis Scott Fitzgerald
Busco la hamaca más retirada. Apenas hay nadie en la
piscina. Estos días, aunque raros, parecen pintados para bajar a la playa,
aunque para llegar haya que hacerlo con mascarilla y la suerte de frente. Los
aforos han abortado muchos planes estos días y caminar, aunque sea a buen paso
y bajo el calor sofocante del sol mediterráneo, no garantiza una plaza en la
que acomodar la toalla y reposar la pereza a la hora de la siesta. Pero yo, que
he aprendido a improvisarlo todo, decido quedarme en la finca y busco la sombra
de la buganvilla que se descuelga del muro que la divide en dos. A un lado, la piscina. Al otro, un jardín en
el que los pinos se mezclan con hibiscos, los romeros y lavandas que al anochecer
regalan el perfume de un verano que se agota. Sopla una brisa suave y las gotas del chapuzón
del niño de la casa me refrescan por unos segundos. Desde la tumbona miro al
horizonte como si desde aquí, tan lejos y tan cerca, pudiera ver la silueta del
cabo y el color verdoso del agua que lo bordea. La imaginación es un motor
poderoso que nos rescata sin necesidad de pagar ni un solo céntimo. Llega hasta
aquí el bullicio de la alegría de los que saltan las olas que, de modo intermitente,
van barriendo la orilla de la playa. A la sombra de las hojas que cobijan las
flores más diminutas del mundo, dejo que la razón se pierda y fluya, como el
agua que se extiende al llegar a la orilla del mar, la idea tan extraordinaria
como estúpida de volver a verte.
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