No empujes, ahí fuera ya no hay nada.
Acallarlo una y otra vez. Silenciarlo en la boca, en la cabeza, en las venas. Taparse los oídos hasta que duelan, para dejar de escucharle por dentro. Su voz, en otro momento densa y ahora ya desaparecida, sigue recorriendo los rincones de un cerebro ralentizado que busca dormirse entre los empujones de todo lo que el seso inventa. El cuenco se agita y el vértigo amodorra, volviendo la necesidad de mantenerse en el frágil equilibrio que se sostiene a base de silencio y oscuridad. Un vacío que estremece tanto como lo hacía su presencia.
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