jueves, 31 de diciembre de 2020

OJALÁ


"Se ha votado que la tierra pertenece al Señor junto con toda la plenitud de la misma; se ha votado que la tierra ha sido entregada a los Santos; se ha votado que nosotros somos los Santos".

Extracto de la Asamblea comunal en Milford, Connecticut, 1640



Que el tiempo vuela es una realidad de la que sólo se toma consciencia cuando se entra en periodo de descuento. Que tu existencia deja de ser la que era, para pasar a ser otra totalmente distinta, es otra de esas cosas que aprendes cuando la vida te golpea con saña y, en una décima de segundo, ya nada es igual. 

Cada año que empieza es una llamada a la esperanza, una llamada a no rendirse. Este próximo lo es más que nunca. Lo perdido no volverá y los que se nos han ido quedan en nuestro recuerdo para siempre jamás. Somos lo que somos a fuerza de vivir, de recordar y de esperar que el mañana nos permita seguir adelante con la mente clara. La esperanza también es eso. Eso y los miles ojalás que llevamos con nosotros. 

Es hora de dejar atrás el 2020 y apostar fuerte. Feliz año nuevo.




lunes, 28 de diciembre de 2020

LIEBE

 


"Come over to the window, my little darling,
I'd like to try to read your palm.
I used to think I was some kind of Gypsy boy
Before I let you take me home".

So long Marianne. Leonard Cohen



Se creyó más listo que nadie, el más astuto y el más escurridizo. Subestimó el derecho a sobrevivir que llegó hasta él como una bota de metal y le aplastó. La consideración ajena le quedó chata como su propia realidad. Quiso atar con cuerdas invisibles y acabó estrangulado por su amor propio. Y ahí quedó, diminuto como el ojal de un botón camisero, perdido entre astucias revueltas y unas tremendas ganas de volver. Y aunque busca alivio en una lista de reproducción antigua, en su cabeza solo resuena la cantinela "El amor no es eso, chaval". 



domingo, 20 de diciembre de 2020

DIARIO 3.0 - COSAS DE UNA PANDEMIA

 


 

I.- No ver a nadie para preservar a los tuyos. Incongruencia al ciento por ciento. Me paso el día viendo gente, gente a la que en la mayoría de casos no me acercaría ni con un palo, pero a fuerza ahorcan. El trabajo es mercenario y las ganas de comer también.  Las burbujas laborales, si eso, las dejamos para el agua con gas.


 II.- La monotonía de la semana la rompe un congreso virtual. Nada que ver con el trabajo y sí mucho con las ganas de aire nuevo, de ideas que crecen, de olvidarse del virus, aunque sea por un rato. El feminismo no es lo que se nos vende desde el púlpito de un gobierno enfermo. El mundo no es de las mujeres, como tampoco lo es de los hombres.  Es de las personas que con independencia de su género quieren convivir como iguales y trabajan para ello. Lo demás, comida para demagogos y políticos de medio pelo.

 

III.- Escucho a uno tipos diciéndole a otro que huele a mierda. Ríen en voz alta de manera estridente, incluso el premiado con el insulto. Una voz enlatada repite por megafonía la tonadilla de que no está permitido comer ni hablar en el metro y que te laves las manos cuando salgas a la calle. Aumenta el barullo en el vagón y las miradas de reproche entre los viajeros. Siguen las risas borrachas de tres descerebrados. Algunos tienen la mierda en la nariz y en el cerebro también, aunque no se hayan dado cuenta.


IV.- Aplaudo cuando me llega el paquete. Tengo muchas ganas de Sara Mesa y su “Un amor”.  Escucho un: ¿Pasa algo? Y solo puedo contestar que nada mientras me rasco la nariz por encima de la mascarilla limpia que me empaña las gafas.


V.- Deja de buscar y haz algo. Un consejo de tu pantalla amiga.




domingo, 13 de diciembre de 2020

LAFFAT

 

«¿En qué espacio de tiempo transcurren las afinidades y las correspondencias electivas? ¿Cómo es que uno se ve a sí mismo en otra persona, y cuando no es así mismo ve entonces a su propio precursor?».

Los anillos de Saturno. W. G. Sebald




Habían quedado en la terraza de la galería Laffat. La habían escogido a la par, entre las pocas opciones que tenían. Podía escoger entre la cafetería de la estación central o la de un hotel del paseo, pero ninguna les pareció adecuada. Él pensó que convenía un lugar discreto y un poco elegante pero sin frivolidad. Ella pensó que les convenía un lugar agradable, tranquilo, pero con la suficiente gente de por medio como para evitar situaciones incómodas. La mejor opción fue la cafetería de la galería, un martes de abril. Lo habían decidido después de darle varias vueltas y coincidir en que había llegado el momento. No les fue necesario fijar hora, sería antes de comer. El que llegara primero que pidiera mesa y esperara.

Se levantó pronto y tras una ducha rápida buscó entre la ropa. Quería tener buen aspecto, pero que no pareciera que se había preocupado en escoger lo que vestía. No iba a una fiesta, pero quería sentir, ni que fuera por un segundo, una ligera admiración contenida. La vanidad no envejece, pensó. Antes de salir se miró en el espejo. Tenía el pelo veteado, la piel pálida y los ojos un poco marchitos. Esbozó una sonrisa y parpadeó. Recordó la última vez que se vieron. Le había preguntado si quería tomar algo, ella respondió que sí y la condujo a la barra asiéndola del brazo de una manera delicada. Guardaba la imagen de su pelo oscuro y un ligero acento extranjero. Había hablado un poco, no demasiado. La tarde se les echo encima intentando reconocerse y ella buscó, en aquellas pupilas tan distintas a las suyas, algo a lo que asirse. Seguía creyendo que los recuerdos se cuelan a través de los ojos y que algún resto tenían que dejar, aunque fuera un pigmento raro que desentonara en la niña del ojo.

Se pidió una copa de vino mientras esperaba su llegada y vagó entre los recuerdos que aun guardaba de su padre. Recordó un par de idilios clandestinos y los modestos acontecimientos que les sucedieron. Sonrió sin apenas darse cuenta. El paso del tiempo mejora los recuerdos, estaba claro. Al llegar, se sentó haciendo una ligera inclinación de cabeza. Le pareció curioso ver cómo, al hablar, se daba palmaditas en la rodilla y le sostenía la mirada. La herencia no solo se cifra en números, también en gestos. Era su hijo, no cabía duda.

La invitó a comer. Hablaron durante horas de la memoria afectiva, de las reglas infringidas y, al caer la tarde, apenas quedaba nada más que decir. Su padre había muerto hacía unos meses y ella, tan distinta ahora, apenas podía ponerle un rostro distinto al suyo.

 

 


domingo, 6 de diciembre de 2020

COMERSE UN HÁMSTER

 


«Los seres humanos no desean la inmortalidad. Lo que quieren es, sencillamente, no morir. Quieren vivir (…) Quieren sentir la tierra bajo sus pies y ver las nubes por encima de su cabeza, amar a otras personas, estar con ellas y pensar en ellas.

Diarios de las Estrellas. Stanislaw Lem




Los comercios que resisten se han llenado de luces que contrastan con la oscuridad de una tarde de invierno. La ciudad está triste como un enfermo que no sabe si saldrá de ésta.  Los hoteles del centro están cerrados a cal y canto. En el portal de uno de ellos, cerrado por reformas que nunca verán la luz, un indigente ha montado una exposición de cachivaches que contrastan con el brillo de la joyería de dos números más allá y que la hace más extraordinaria por el baño de realidad que nos entrega entre cartón revuelto y latas de cerveza que forman una monumental columna. Al girar la esquina, otra tienda de la que cuelga el cartel de cerrado y más allá una liquidación por fin de temporada que agoniza antes de un cierre que se ve venir.  Preguntarse a dónde vamos es un tanto absurdo porque ya no sabemos nada. Las cosas han cambiado tan rápido que sobrellevamos la situación como podemos, sin hámsteres a los que ofrecer como un sacrificio a los Dioses con el que evitar que todo se derrumbe. Las cosas van mal y nada augura que vayan a mejorar. Acostumbrarse al gris, a los rostros semiocultos, al temor escondido entre litros de alcohol en gel y poco más, es la nueva normalidad que nos ha tocado en suerte. Y ojalá que podamos mantenerla si lo contrario supone convertirse en menos que cero, nada sobre nada. En estas fechas, parece que vamos sobrados de realidad y una suerte de espejismo nos hace olvidar que llevamos nueve meses de calamidad y cenizas. Vamos de cabeza a una tercera oleada de coronavirus y lo bucólico y engolado de la navidad va ganando la partida mientras el aire huele a formol, desinfectante y ausencias que duelen.




domingo, 29 de noviembre de 2020

FICCIÓN

 


“Llevo un par de años que ojalá los pudiera devolver".

Una pistola en cada mano -Cesc Gay



Hay canciones que cuando llegan se quedan y se convierten en favoritas. Una especie de botiquín de mano pronta que igual curan, que desmantelan de arriba abajo. Canciones para las que no pasa el tiempo y que se mantienen aunque se vayan incorporando otras. Todas van sumando y pocas causan baja. La música, algo que no tengo claro si es un invento, un descubrimiento, es fundamental. Pocas cosas se explican sin "ese" ruido excepcional que va haciendo poso y que, aunque de ahí no pueda nacer una margarita, al final, termina por explicar cosas de uno mismo por mucho que las letras, los sonidos se encuentren a años luz de nosotros mismos. Por eso somos capaces de emocionarnos con canciones que no entendemos en absoluto, con sonidos que nos son extraños y difíciles de comprender. La música también define y el repertorio va envejeciendo a la vez que lo hace uno mismo. Busco entre las listas de reproducción de Spotify y ahora, suena “Are you the one” de Nick Cave.  Cierro los ojos en un gesto un tanto ridículo, aunque nadie lo ve, y me viene a la cabeza aquello de que la vida es eso que pasa mientras escuchas, en bucle, las mismas canciones de siempre. Un frase de chiste improvisado, absurda como medianamente cierta. Fuera sigue lloviendo. Existen instantes que se construyen sobre una ficción que se sostiene por el hilo de los acordes compartidos que desaparecen cuando se hace el silencio.


lunes, 23 de noviembre de 2020

DUDUÁ


-¿Cómo se llama la medicina que me has dado?
- Besos americanos.
- Pues dame otra cucharadita.

Some like it hot- Billy Wilder



Que la realidad siempre supera la ficción no es solo una frase hecha sino que es una verdad, tantas veces contrastada, que ya no hay nadie que lo dude. Pero esa realidad insuperable, como casi todo, va por barrios. En algunos, la vida es una balsa de aceite en la que encontrar algo que se salga de lo corriente y esperable, de la línea natural que marcan los acontecimiento, es francamente extraño. En otros, la vida siempre pende de un hilo y no tiene nada que ver con el carácter aventurero del sujeto, sino con lo perra que se ponga la vida a cada minuto que va pasando. Lo más sencillo se puede convertir en lo más rocambolesco, incluso cochambroso. Hay una película de Ricardo Darín, Relatos Salvajes, que trata sobre la ventura de perder el control y de que las situaciones más corrientes, llevadas al paroxismo de la locura cotidiana, te conviertan la vida en una escombrera. 

Puede que en estos momentos, entre el Covid, la economía y la política bronca que nos acompaña, estemos a punto de pegar un pedo y saltar por los aires sin necesidad de que nadie nos ponga un kilo de dinamita frente al parquímetro. No me cabe ninguna duda que la enfermedad y el estrés nos está matando ahora, como antes, cuando nos creíamos invulnerables, lo hacía el desamor, la gripe o una mala sesión de barranquismo. Necesitamos  cosas buenas, cosas bonitas, aunque suene muy cursi. Puede que por eso, después de cinco días con un dolor de cabeza espectacular, ayer me dedicara a rebuscar entre las carpetas y notas, aquellas que nunca fueron mías pero siempre envidié. El amor es algo muy loco, tanto como el deseo, el asco y la necesidad de convertirse en la cucharilla de otro. Vivimos los tiempos del covid, que no andan lejos de los del cólera y la rabia. Las ganas de meterse en la cama, subir la colcha hasta las orejas y olvidar por un momento que los virus tienen más potencia que un misil tierra aire, es casi tan necesario como navegar por los mundos de uno, pensando que el amor, aunque sea a trompicones, está la mar de bien.




miércoles, 11 de noviembre de 2020

MEJOR UNA DE NAT KING COLE

 

«Más que en ningún otro momento de la historia, la humanidad se halla en una encrucijada. Un camino conduce a la desesperación absoluta. El otro, a la extinción total. Quiera Dios que tengamos la sabiduría de elegir correctamente».

Woody Allen


Dicen los entendidos que el nivel de ansiedad acostumbra a ser el mismo dentro del ciclo vital de cada uno, aunque eso no quita que, en momentos puntuales y por cuestiones circunstanciales,  se eleve durante algún tiempo para, al poco, volver  a la normalidad de cada uno.  Hay gente de naturaleza ansiosa y otros, en cambio, pueden permanecer en modo zen sin que nada les produzca un especial malestar. Esos mismos expertos (calificativo del que ahora hay que huir como del fuego), señalan que el desencadenante del incremento de la ansiedad no tiene que ser, necesariamente, un hecho grave, ni siquiera importante. El barómetro interior de cada uno es distinto, y el resorte de esa angustia, que a veces uno ni siquiera sabe de dónde viene, puede ser de una gran insignificancia a los ojos de otro. Supongo que en algún lugar entre la minucia y la gravedad de lo que desencadena la ansiedad se encuentra la frontera del trastorno mental. No es difícil imaginarlo.

El ser humano es extraño dentro de su imperfecta perfección. La ansiedad, estos días, es la sopa que nos comemos a todas horas y no siempre es fácil de tragar. Zozobrar sin intentar caer e intentar mirar hacia delante, deseando que acabe este año, que parece que lo ha mirado un tuerto, acabe de una vez y desear, como si fuera un premio de la lotería,  que lo malo no nos traiga lo peor. Conviene hacer acopio de lo que a cada uno le temple el ánimo. Aliviar  la inquietud como se pueda y esperar, con cierta presencia de ánimo, para que alguien tire de la cadena y el boñigo que nos ha caído en este maldito año bisiesto, desparezca por la bajante. Entonces, como el que no quiere la cosa, puede que la ansiedad vuelva a ser algo soportable.




domingo, 8 de noviembre de 2020

TIC TOC


 


Entre todo este estorbo que nos ha tocado vivir, hay que rescatar todo aquello que nos saque de la indolencia.  Dejar de lado lo que ocupa, pero no llena, y amarrarse a la necesidad de no caer en el desdén. Manteniéndome en ese empeño, he encontrado un artículo que Isabel Coixet escribió a su hija para su veinte aniversario. Lo llamó “Feliz cumpleaños”.  Habla del emocionante momento en que llegó al mundo, sin llorar, con los ojos muy abiertos y como, de manera inmediata, puso sus brazos diminutos sobre su cuerpo y, en ese preciso instante, sintió su piel increíblemente suave y la invadió una emoción imposible recoger de ninguna manera. Leerlo así, desde la lejanía, no hace al momento menos impresionante. Todos tenemos algunos de esos instantes que, sin rebuscar, aparecen por la asociación de ideas, de imágenes, de olores y que tienen la capacidad de transformar la tosca realidad en un lugar distinto, aunque ese cambio, como un espejismo, dure tan solo unos minutos. La piel de un recién nacido huele a almendras dulces y su desaparición, innecesaria e indecente, huele a vacío. 



viernes, 30 de octubre de 2020

SEIS MESES NADA MÁS




 

Ayer en el Congreso se votó un auténtico despropósito, se dinamitó uno de los límites que la Constitución estable para evitar los abusos y arbitrariedades de aquellos que ostentan el poder. Ayer, los diputados con sus votos afirmativos y sus abstenciones, quebrantaron el mandato que recibieron de sus ciudadanos de legislar con respeto a las normas y a la Constitución. Vivimos uno de los momentos más oscuros engañados todavía por la creencia de que existencia de nuestra libertad. Seis meses de Estado de Alarma de tirada es inconstitucional. La regulación del estado de alarma,  por la propia excepcionalidad de las situaciones que lo hacen necesaria, limitó su duración a quince días máximos, que solo pueden ser prorrogados con autorización expresa del Congreso de los Diputados que debe establecer el alcance y sus condiciones. La limitación y la intervención del Congreso, frente a la actuación el Consejo de Ministros (el Gobierno), es relevante y fundamental. La excepcionalidad del momento precisa de medidas excepcionales, pero precisamente por su excepcionalidad y la incidencia directa que tiene sobre libertadas y derechos fundamentales requiere un control exhaustivo, en este caso de las actuaciones gubernamentales para que no se extralimiten en sus funciones y no quebranten, de manera innecesaria, los derechos y libertades de los ciudadanos, ni adopten medidas fuera del marco de la legalidad.  La pandemia nos está golpeando de manera fuerte y la necesidad de avanzarse está ahí, pero toda actuación debe de estar sometida al control de los órganos establecidos democráticamente. No todo vale, ni siquiera teniendo al COVID enfrente. Por poner un ejemplo, legislar por Decreto Ley, de manera continuada, por ejemplo, es un abuso legislativo del órgano ejecutivo que es inaceptable como norma general.  Este abuso no es menor, aunque pueda parecerlo a quien desconoce el funcionamiento del sistema. Pero en este país falta mucha cultura jurídica, faltan políticos que nivel y falta altura en nuestras instituciones. Aceptamos, sin rechistar los excesos de los que nos gobiernan y lo que hoy, aun mirando de reojo, aceptamos por miedo, por desconcierto y por la inseguridad que nos ha traído el virus, es solo la avanzadilla de las actuaciones totalitarias que pocos países democráticos tolerarían. Se nos chulea desde el poder ejecutivo y no hay oposición que ponga freno a las actuaciones desmedidas y al control ideológico, con recorte de la libertad de expresión, incluso, al que se nos quiere someter. La poca altura política de nuestro Congreso, la poca formación de los diputados y el poco respeto a la Constitución es la nueva normalidad. El acceso a un escaño, a los puestos de relevancia de los aparatos políticos de los partidos, se ha convertido en un medio de vida para mucho trepa sin escrúpulos, con poca formación y cultura democrática y aún menos capacidad para generarse un medio de vida si no es mamando de la teta ideológica. Alguien, de manera malintencionada, pretende contraponer la noción de seguridad, a de la libertad y a la de necesidad de respecto obligado a los límites constitucionales, cuando en modo alguno son opuestos.  En este momento, más que nunca, se impone, por necesidad y cultura democrática, la necesidad de estar atentos a las actuaciones de nuestros gobernantes.  En los Estados con democracias sanas, la libertad, la seguridad, la vinculación y respeto a la norma, es de necesaria conjugación y no hay dudas de su absoluta y necesaria compatibilidad. Si hoy se admite y valida, por miedo, por confusión o por maldad, la extralimitación del ejecutivo, el mañana que nos espera es sombrío. Y esto vale para los que hoy están en mayoría como para los que pueden estarlo mañana. Si seguimos así, de ésta no saldremos ni más fuertes, ni mejores, solo bastante más cautivos.





domingo, 25 de octubre de 2020

ALZAR LA VOZ

 



El virus nos va a salir muy caro. No solo nos va a quebrar la salud, a algunos la vida, y por demás la economía. Va a arrasar con las libertades tal y como las hemos venido conociendo desde mitad del siglo XX. Esta pandemia va a acabar con el modo de vida que hemos conocido en los últimos años. Es cuestión de tiempo, poco, de que nos empecemos a arrepentir de haber hecho dejación de lo nuestro y haber obedecido casi a ciegas a los que, a través de discurso huecos, inflamados de aire, han empezado a vaciar de contenido nuestros derechos. El año 2020 nos ha traído el desastre y de ahí nos va a costar salir.

Tengo el ánimo sombrío y poca confianza en quienes nos dirigen. Sé que es un mal de muchos, pero eso no es gran consuelo. En este intentar sobrevivir entre el desastre, en lo que he tenido suerte es en los libros que han ido cayendo en mis manos.  El último “Déjame ir, madre” de Helga Schneider. No es una novedad, en absoluto pero que vale la pena. La repugnancia moral existe y, veces, como en la novela, adopta las formas más insospechadas, más contradictorias y, por eso, más difícil de digerir.

En las primeras páginas del libro se encuentra una cita de Rudolf Höss, que fue el comandante del campo de concentración y exterminio de Auschwitz. “El odio siempre me ha sido ajeno”. Una frase profundamente perturbadora viniendo de quien viene. De alguien a quien se le presupone una alta capacidad para concentrar en su interior los sentimientos más nauseabundos que el ser humano puede albergar. Höss es uno de los peores asesinos de la humanidad y, fue capaz de situarse en la insensibilidad más absoluta. Porque, solo quien no siente nada, puede llegar a cometer las atrocidades que se llevaron a cabo, bajo su dirección, en los campos de exterminio. No odiar implica no haber sentido jamás una exagerada profunda repulsa hacia algo o, hacia alguien, deseándole un mal espantoso y a su vez, no haber sentido, tampoco, nada que te una a otro. Es difícil de pensar en una personalidad de ese tipo, salvo que su condición humana estuviera totalmente aniquilada y no quedara en él ni un atisbo de humanidad. La capacidad de sentir es algo tan primario en el ser humano que sin ella es difícil diferenciarnos de las bestias.

Que el mal existe es una verdad absoluta que la historia se ha encargado de ponerla frente al hombre cada cierto tiempo. La única manera de contrarrestar el poder absoluto de esa fuerza arrasadora que es la maldad, es el establecimiento de líneas que nadie debe cruzar y permanecer vigilante para que nadie pueda cruzarlas. Hay que aprender a decir no, a establecer límites, a marcar distancia con los perturbados que, en aras a ideologías totalitarias, coartadoras, pretenden acabar con nuestra libertad. Hay que desconfiar y defenderse de quien muestra el ropaje bondadoso tras el que se esconde toda la maldad del mundo. Ellos tampoco creyeron que podía pasar lo que después se encontraron. 



domingo, 18 de octubre de 2020

I HAD A DREAM

 



Estas tumbada sobre la cama, mirando el techo porque no te apetece leer nada y hace años decidiste que en el dormitorio no entraría jamás un televisor. Así que ahí estás, intentando descifrar si lo que asoma por la diagonal es polvo o es el inicio de una mancha de humedad.  Por lo demás no hay nada. Apagas la luz, pero por la ventana se cuela la de la farola con la que el alcalde te felicitó el cumpleaños. Un punto de luz más en la calle y, de paso, en la habitación. Tienes que llamar a alguien para arregle la persiana. Se rompió con la llegada de la epidemia y está condenada a seguir así hasta que desaparezca. Cierras los ojos, pero no puedes dormir.  Empiezas a inspirar y a expirar poco a poco, alargando la expulsión del aire hasta que vacías el vientre del todo y vuelves a comenzar. Intentas meditar como leíste en aquella revista, pero no es lo tuyo. La cabeza se te va a la lista de películas que marcaste como favoritas y haces un leve amago de levantarte, pero el cuerpo te pesa y la pereza más todavía. Oyes el ruido de agua correr y abres los ojos. La cisterna del vecino se va llenando poco a poco, como una vejiga enferma y tú, derrotada, te sientas en la cama y miras hacia la ventana esperando un festival de sombras chinescas, que tiene que salir de la nada, te devuelva el sueño. Pasa el camión de la basura. Son las cuatro y, ahora ya, cada minuto que pasas despierta es un dolor.



miércoles, 14 de octubre de 2020

PARFAVAR

 



Una de las cosas más espantosas y de mal gusto con la que nos ha regalo la nueva normalidad es el disfraz que la pareja Montero-Iglesias se calzaron para asistir, como miembros del Gobierno, a la celebración del Día de la Hispanidad. El binomio, grandes adoratrices del chavismo, se revuelcan como marranitos disfrutones entre las bondades del capitalismo y el de poder concedido la designación de una vicepresidencia y un ministerio que les ha caído en la tómbola del reparto de asientos gubernamentales gracias a las siempre odiosas bisagras. Pero ni una cartera bien forrada, ni grandes dosis de ordeno y mando confieren ni clase, ni buen gusto, ni tan siquiera un mínimo de buena educación. A estos dos personajes todo eso les pilló haciendo bolillos mientras leían el Pravda.

El acto en la esplanada del Palacio Real tenía muchos motivos para genera expectación. Pero llevamos mucho desastre encima para escatimar los pocos momentos en que no es tan malo echarse unas risas aunque reírse de otros, como decía mi abuela, no está bien. Sin embargo, creo que si hubiera visto a los de Galapagar, alguna cosa también habría dicho porque el porte de una y otro, el outfit, como ahora se le llama, con el que tuvieron a bien engalanarse, fue para echarse a llorar, las cosas son las que son. Muchas cosas se pueden comentar al respecto, pero los zapatos, ¡Ay, los zapatos!

Los zapatos sucios acostumbran a señalar al que los lleva como una persona descuidada. Llevarlos hechos un Cristo en una ceremonia protocolaria a la que se asiste como miembro del Gobierno de un país, denota la mala educación del que va de un sobrado chabacano que no la arregla ni la bonanza en la cartera, ni el poder en la recámara.  Uno y otra llevaban el calzado que solo dos personajes de su ralea pueden llevar. Y no es cuestión de que sean caros o no, que a buen seguro lo eran, sino de cómo se cuidan y cómo se muestran. Dejo para otros, más crueles que yo, el análisis de las mangas largas de la chaqueta de Iglesias, los pantalones caídos de tergal del que pica,  y la fea y desaliñada presencia que siempre gasta. Tampoco el moño se salvaba, no lo he olvidado. Lo importante de una melena, para lucirla bien, es por lo menos llevarla limpia. Tampoco hablaré del traje de chaqueta morado de la Ministra de Igualdad, que igual da que sea de marca que no, porque era horroroso con ganas y parecía, ser una miembra destacada de la cofradía del Padre Jesús que cada año sale durante la Semana Santa.  

Me consta que a todos estos políticos de medio pelo, aunque pongan el mohín de aburrimiento, les encanta participar en cualquier guateque o celebración y más si, como es el caso, creen que juegan a hacer la revolución al negar el saludo y la educación al Jefe del Estado. Ojalá en la próxima legislatura, si tienen que repetir (los hados no lo quieran), alguien les de unas pocas clases de Protocolo y un cursillo acelerado de sencillez y buen gusto. No aspiro a que parezcan salidos de una fiesta en el Waldorf Astoria de Nueva York, como tampoco a que no monten su circo particular, pero sí, al menos, que parezca que han tomado una buena ducha matutina y que la ropa ha salido del armario correcto. 




lunes, 12 de octubre de 2020

CASTILLOS DE ARENA

 


«La vida era igual en las tinieblas y a la luz. Era igual para la solterona y para la desaliñada madre de familia. Siempre eras tú misma, independientemente de donde fueras o lo que hicieras. No cambiabas».

En un café. Mary Lavin



Reconocer que pienso mucho en ti, es reconocerme a mí misma que la vida, desde que no estás, es un poco más corta, mucho mas limitada y vacía. Al principio me desconcertaba darme cuenta que cualquier cosa, casi todo, estaba relacionado contigo y me dolía como debe doler un miembro amputado, una parte de ti que ya no existe pero que la sientes, aunque ya no la toques, aunque ya no la veas. Que aparezcas sin aparecer ahora ya no es extraño. Te has convertido en la presencia invisible que me acompaña siempre, aunque algunos días olvide que exististe y  parezca que todo sigue funcionando hasta que algo, a veces insignificante, te coloca de frente reclamando tu sitio. Algunos días, las horas se llenan de momentos prescindibles, huecos y tan espesos que intento apartarlos de un manotazo, pero es un gesto estúpido con el que solo consigo la feroz consecuencia de traerte de nuevo. El discurso, mil veces repetido, de nuestra propia accidentalidad, se desmorona como un montículo de arena al contacto con el agua. Todo es una gran mentira. Y tu contingencia no fue tal. Recurrir a ti, a veces de una manera un tanto inconsciente, es el anclaje a lo que quiero ser, aunque todo cambie por fuera. Puede que sea cosa de chalados melancólicos pegados a un pasado que se convierte en presente, que nos asimos a un brazo invisible como si, de esa manera, caminar por la vida, que cada vez es fea y obtusa, fuera un viaje que, pese a todo, siguiera valiendo mucho la pena. Solo por eso, por tu presente ausencia, es posible que lo siga valiendo.




domingo, 4 de octubre de 2020

RESPIRAR

 



La única vez que coincidimos fue en una reunión de conocidos. Me habían invitado por puro compromiso y aun hoy no sé muy bien por qué acepté. Puede que fuera porque me acababa de separar y los amigos comunes, que hasta entonces se habían mantenido en una aparente neutralidad, fueron desapareciendo del tablero de juego. Supongo que por eso acepté y por convencerme de que cerrando una puerta se abren otras y que tras ellas siempre hay cosas interesantes. No lo sé. Llegué un poco justa, casi la hora de cenar. No hubo presentaciones solo nombres lanzados al aire aunque la anfitriona acompañó el suyo de una sonrisa y una inclinación de cabeza un tanto exagerada. Sabía quién era, le había escuchado en alguna ocasión, pero su cara, la verdad, me era desconocida. Tenía la piel cetrina, marcada por lo que supuse un acné juvenil bastante maltratado. Nos sentamos en los extremos más alejados de la mesa y, desde ahí, aburrida por la insulsa conversación de mis vecinos, pude observarle y encajar las piezas del puzle. Al hablar, arrastraba las erres esforzándose en pronunciarlas y movía las manos con extremada lentitud, como si le pesaran mucho. Eran unas manos pequeñas, casi diminutas, pese a su envergadura. Alguien puso música y hasta la terraza llegó la voz empalagosa de una cantante francesa. Cayó un chiste malo sobre el éxito, la cama y la erótica del poder y ese fue el único momento, en toda la noche, que le escuche reírse con ganas. Empezó a canturrear en voz baja, alejado ya de todo. Al instante sonaron doce campanadas como en fin de año. Septiembre queda un tanto extraño para celebrar la llegada del año nuevo pero, con el tiempo, las rarezas de los demás se vuelven tolerables si las de uno son toleradas por los otros. Y no iba a ser yo quien hiciera ascos al confeti, al espumillón, y a las copas de champan. Esa medianoche me colocaba, a mí también, en el inicio del otoño de mi vida. Corrió la voz que también yo cumplía años y alzó la copa en un brindis generoso y me guiño el ojo. Me deseó una feliz eternidad y un futuro aventurero y yo, a su vez, le deseé un adelante creativo y bajo en colesterol. Una simpleza que se me ocurrió en aquel momento en el que la velada se me empezaba a quedar larga aunque después se alargó muchísimo más. Ayer leí que había fallecido. Me acordé de su cara desajustada, de sus buenos deseos y del futuro aventurero que ha dejado paso a un futuro raro. He tenido la tentación de buscar aquella canción dulce y simplona con la que nos terminamos emborrachando, aunque solo un poco, un septiembre en el que, inocentemente, creímos que la normalidad consistía en salir a una ventana a respirar.



domingo, 27 de septiembre de 2020

NERÓN Y UN BIDÓN DE GASOLINA

 



Andrés Trapiello tiene un artículo que comienza diciendo “Por suerte, la mayor parte de las cosas que oímos o decimos durante las campañas electorales las olvidamos luego”.  Las últimas elecciones en España se celebraron en el mes de noviembre de 2019 y si bien es verdad que durante las campañas se dicen auténticas barbaridades, esta vez, lo peor no es lo que se dijo entonces, cuando unos y otros intentaban arañar votos, sino lo que se ha venido diciendo y haciendo después. El actual Gobierno es un auténtico despropósito que parece estar en campaña permanente para el hundimiento de las instituciones con la inestimable ayuda de los partidos políticos de los que salen sus miembros. Todos juntos, con la coreografía propia de unos chalados, hacen palanca para mandarlo todo al carajo. ¿Es posible atacar sistemáticamente las instituciones del Estado desde el centro mismo del Gobierno? Es posible ¿Es posible olvidar que nos encontramos ante uno de los mayores desastres sanitarios y económicos de los últimos tiempos y centrarse en las disputas por mantenerse en los sillones sin atender a las urgencias que ahora reclaman intervenciones técnicas y cabales? Se puede. 

Dicen que la clase política de un país suele ser el reflejo de la sociedad a la que representan. Si es así, podemos colgarnos la medalla de ser la sociedad más imbécil, infantilizada, inculta y con menos memoria, de los últimos tiempos.  Merecemos el tan denostado meteorito que cada cierto tiempo amenaza con reventar el globo. Hace un par de días, escuché a Adriana Lastra (capitoste del PSOE) hablar de que hay que modificar el Código Penal porque tiene más de 200 años. Ignora la señora que el mencionado Código es del año 1995, una ley socialista de la que se enorgullecían denominándola el Código de la Democracia. Una Ministra de Igualdad, Irene Montero, preocupada por lo sexistas que son las señales de tráfico. Un Ministro de Consumo, Alberto Garzón, atacando a la Jefatura del Estado.  Un Gobierno que no tramita las ayudas europeas al turismo porque dice tenerlo controlado con los Eres. Un gobierno, autonómico, el catalán en este caso, que aprueba una reforma del Impuesto de sucesiones, en plena cadena de muertes por el coronavirus, para convertirlo en un  impuesto impagable para las clases más desfavorecidas  Y todo eso sucede en un país donde la gente se contagia, se muere, se rifan las estadísticas, se camuflan los números, se olvida de los más vulnerables y la economía se hunde. Vivimos en unos tiempos tremendos con los peores gobernantes que podíamos escoger. Es posible que los de otros color o signo contrario tampoco fueran mucho mejores, a fin de cuenta, según dicen, son una muestra de lo que somos. Pero ahora están los que están y ellos son los responsables de lo que sucede con el país.

Falta autocritica, humildad, proyectos y falta, sobre todo, voluntad de dejar de lado la ideología y trabajar desde el conocimiento y la técnica. Nos sobran políticos, cargos públicos, asesores a dedo y el derroche en todo aquello que no sirva para sacarnos de esta crisis global. En Italia acaban de votar mandar a casa a un tercio de sus parlamentarios y senadores. Una medida impensable en este país en el que cada día que pasa se multiplican, no solo los Ministerios, sino también las secretarias, los órganos consultivos y todo aquello que sirve para que unos cuantos se llenen el buche a costa de los presupuestos generales del Estado. El amiguismo, para todo ello, es el mejor currículum.

En esta crisis en la que nos encontramos inmersos, se necesitan de respuestas rápidas, eficaces y eficientes.  Falta concentración, aunar esfuerzos sin pensar en el ventajismo político y pensar en el bien común. Pero España, que es como es, agoniza manteniendo en cabeza a un bronceado Nerón que se limita a tocar la lira, negociando con el diablo para mantenerse en pie, mientras espera que le sigan sacando brillo al capó de su berlina de lujo.




jueves, 24 de septiembre de 2020

TURN UP THE VOLUME

 


No empujes, ahí fuera ya no hay nada.



Acallarlo una y otra vez. Silenciarlo en la boca, en la cabeza, en las venas. Taparse los oídos hasta que duelan, para dejar de escucharle por dentro. Su voz, en otro momento densa y ahora ya desaparecida, sigue recorriendo los rincones de un cerebro ralentizado que busca dormirse entre los empujones de todo lo que el seso inventa. El cuenco se agita y el vértigo  amodorra, volviendo la necesidad de mantenerse en el frágil equilibrio que se sostiene a base de silencio y oscuridad. Un vacío que estremece tanto como lo hacía su presencia.




domingo, 20 de septiembre de 2020

MORNING SUN

 



Después de más de media hora buscando un libro que podría jurar tenía sobre la mesa y, maldita sea, no encuentro, al final desisto. Esta tarde no se trabaja. Me da coraje y aunque repito dentro de mi que no lo voy a buscar más, que ya aparecerá, algo me empuja hacia el comedor, al dormitorio, al baño y al patio, y no por primera vez, para rebuscar entre mis "basta, ya aparecerá". No me gusta perder las cosas. Sé que está en casa porque trabajo con él desde el mini espacio en el que me ubiqué durante el confinamiento y que mantengo, aunque el teletrabajo quedó olvidado hace meses. Perder cosas dentro de casa no señala a una persona como desordenada, aunque algunos se empeñen metiendo cizaña. No es el desorden, sobre todo cuando pese a cierta anarquía hay un cierto orden que se sobrelleva. A veces es el automatismo. Alguno extraviamos por el automatismo con el que funcionamos a veces, por la perdida de atención en algunos momentos. Puede que alguien llamara a la puerta, cuando andaba con el en la mano y acabara dejándolo en cualquier sitio al ir  a abrir; o que sonara el teléfono fijo por quinta vez para ofrecerme un cambio de compañía y que, también en ese caso, quedará por ahí mientras desconectaba el aparato de la roseta y porque, justo después, me puse a tender la lavadora de color que llevaba dos horas terminada. Yo qué sé. Aplicar la máxima de “cada cosa en su sitio y un sitio para casa cosa”, fue algo que mi padre, persona ordenada y de bien, nos repetía con frecuencia. El “sois muchos y el espacio es poco”, pensó que nos ayudaría a convertirnos en una especie de Maries Kondo hispánicas, pero no, en mí no caló el mensaje. Mientras escribo esto, porque me siento bloqueada para seguir con lo que tenía que emprender esta tarde, pienso en que, tal vez, por el automatismo que en ocasiones me invade, lo acabé colocando en el bolso, de cualquier manera, pensando en terminar algunos párrafos cuando me fui a tomar un café esta mañana. Pero sé que entonces, después de charlar con dos vecinos que acaban de volver a la ciudad después de unos años expatriados, he comprado el periódico y un ejemplar del Hola para redimirme del castigo que supone leer alguna prensa y me he tomado un café bajo los últimos rayos de sol de este verano que se acaba. Y puede, solo puede que, acomodado el bolso en una silla, del que se cayó y todo fue al suelo (porque esta Marie Kondo siempre lleva la cremallera abierta), quedara arrinconado por debajo de alguna mesa de la terraza, oculto para mí que ya solo estaba para alucinar con Ponce, el torero. El orden es una virtud, no lo voy a negar. Facilita la diligencia, eso seguro. Sé que el remedio a estas cosas que me pasan, que igual pierdo un libro, que una camiseta, que olvido renovar la firma digital, es estar en lo que estoy.  Pero la naturaleza es la que es, y la mía también. Y aunque ya me lo dice mi instructor de yoga: "Noire, lo que importa es la consciencia", yo de naturaleza rebelde, sigo perdiendo cosas en casa e inspirando y expirando pensado en el tráfico de la Gran Vía.




domingo, 13 de septiembre de 2020

ANTIBES



“Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor”.

El Gran Gatsby. Francis Scott Fitzgerald






Busco la hamaca más retirada. Apenas hay nadie en la piscina. Estos días, aunque raros, parecen pintados para bajar a la playa, aunque para llegar haya que hacerlo con mascarilla y la suerte de frente. Los aforos han abortado muchos planes estos días y caminar, aunque sea a buen paso y bajo el calor sofocante del sol mediterráneo, no garantiza una plaza en la que acomodar la toalla y reposar la pereza a la hora de la siesta. Pero yo, que he aprendido a improvisarlo todo, decido quedarme en la finca y busco la sombra de la buganvilla que se descuelga del muro que la divide en dos.  A un lado, la piscina. Al otro, un jardín en el que los pinos se mezclan con hibiscos, los romeros y lavandas que al anochecer regalan el perfume de un verano que se agota.  Sopla una brisa suave y las gotas del chapuzón del niño de la casa me refrescan por unos segundos. Desde la tumbona miro al horizonte como si desde aquí, tan lejos y tan cerca, pudiera ver la silueta del cabo y el color verdoso del agua que lo bordea. La imaginación es un motor poderoso que nos rescata sin necesidad de pagar ni un solo céntimo. Llega hasta aquí el bullicio de la alegría de los que saltan las olas que, de modo intermitente, van barriendo la orilla de la playa. A la sombra de las hojas que cobijan las flores más diminutas del mundo, dejo que la razón se pierda y fluya, como el agua que se extiende al llegar a la orilla del mar, la idea tan extraordinaria como estúpida de volver a verte.



domingo, 6 de septiembre de 2020

NOTAS MANEKI-NEKO



“Desde el momento en que uno tiene vida interior, ya está llevando una doble vida.”
La vida secreta de las palabras. Isabel Coixet


- Estoy seca. Abro un documento de Google y empiezo a anotar, con la aplicación de voz, los libros que tengo en el despacho. Tengo que ordenar para dejar de comprar libros que ya compré. Necesito poner orden. Sé que si buscara con atención encontraría algún que otro listado que empecé en algún momento, pero me da pereza y es posible que ni siquiera pueda identificar por dónde empecé. Así que mejor dar por perdida aquella inversión ruinosa de tiempo y volver a comenzar de cero, guardando el come-come que, con voz aflautada, me repite por dentro del cerebro que volveré a abandonar la tarea sin llegar a listar nada de nada.


- El jueves me llamaron para indicarme que fulanita había estado el martes con menganito que ha dado positivo en Covid. Esa fulanita estuvo conmigo la tarde del miércoles. Maldita normalidad. Hoy fulanita  me confirma un negativo que la alegra mucho pero que a mí me deja tiritando. ¿Qué sabemos del virus? ¿Qué sabemos de nada?


- El martes vuelvo a M. Espero que no llueva. A M siempre  se está regresando y, a la misma vez, uno se va yendo sin parar. Tengo que volver a acostumbrarme a la vida nómada, aunque sea cosa temporal. A esta altura de la vida, me cansa más de lo que quisiera. Levantar el campamento con cuatro bultos para distribuirlos de manera que, una solución habitacional, como decía aquella Ministra ya olvidada, se convierta en un lugar confortable disfrazado de rincón apetecible. Allí no listaré nada, no tengo nada que listar. Puede que invente nuevas costumbres que arrastraré arriba y abajo para que los próximos meses pasen deprisa. No son tiempos para viajes. Me llega en mala hora, en mala gana y en mala “todo”, pero me llega.


- Leo que Isabel Coixet ha ganado el premio nacional de cinematografía. Me alegro. Coixet casi siempre me hace feliz. Hace unas semanas compré un ejemplar de “No te va a querer todo el mundo”, una recopilación de textos suyos que han ido apareciendo en diferentes medios escritos. A Coixet se la quiere o se le tiene una manía espantosa, ahora ya no solo por su obra sino también por su puesta en evidencia del nacionalismo catalán excluyente. En el lado de las filias se escribe su nombre. Debo reconocer que me cogía de paso, que hacía el calor asfixiante de una tarde de agosto, y que se me había colocado entre ceja y ceja el hacerme con un ejemplar para leerlo entre polos de cola y granizados de limón de Mercadona. Mi verano ha sido muy limitado. Y entré, sabiendo que tener a Coixet en sus estanterías sería algo sobrenatural, pero entré. Cogí tres o cuatro libros y pedí el suyo. El dueño y tendero me miró con esa superioridad moral que gastan algunos que aun no se han enterado que el amarillo da mal fario y me dijo que no, que no lo tenía. Dejé el resto de ejemplares sobre el mostrador, le di las gracias y me marché. Ellos pueden vender lo que quieran y yo, que soy la que pago, comprar donde me dé la gana.


- En abril de este mismo año, corté dos tomates medio pochos y los regué hasta que conseguí que crecieran unas pequeñas matas. Los trasplanté a una maceta y ahora dispongo de un tomate, un solo tomate que ha vencido los riegos desordenados, una plaga de bichitos y la contemplación incansable durante una primavera un tanto triste.


- Tengo un gato de la suerte, me lo trajeron de Usera. Lo coloqué en la cocina y allí ha estado durante un par o tres de años. Ya no le funciona el brazo. El signo de los tiempos impone tirarlo a la basura, pero una especie de Diógenes romántico me lleva a limpiarlo y colocarlo sobre la encimera del baño. Igual es cosa de la humedad, o el cambio de paisaje, pero horas más tardes, ahí está, dándolo todo, brazo arriba, brazo abajo.


- Me cruzo con una pareja. Los dos van tatuados. Él desde el cuello hasta los pies. Ella solo la espalda, un tatuaje enorme que se escapa por fuera de la camiseta de tirantes que lleva. No me gustan los tatuajes y me sorprende verlos en personas que los llevan en lugares en los que ellas mismas no los pueden ver, excepto que utilicen varios espejos. Supongo que tendrá una explicación a la que yo no llego, salvo que lo de tatuarse en zonas inalcanzables a la propia vista sea un ejercicio de exhibicionismo dirigido a terceros. Pero yo qué sé. El tatuaje, como dijo aquel, no es para mí.


- He descubierto a Fudasca. Le escucho bebiendo café con hielo mientras me abanico con un suplemento dominical y repaso, de reojo, tu silenciosa existencia. La cosa ésta nos ha quedado como una copla.





jueves, 27 de agosto de 2020

CASCABEL





«No se trata de criticar el progreso y la técnica, que tanto facilitan nuestra vida, la menos la de los privilegiados que podemos disfrutarlos...»
Instantáneas. Claudio Magris




Los quioscos de mi barrio están todos cerrados por vacaciones. No es que queden demasiados, cada vez quedan menos, y en temporada de vacaciones, todo y que entre ellos se organizan, este año ha quedado la zona como un erial. Camino un buen rato hasta que encuentro un estanco que tiene prensa, unos cuantos ejemplares, pocos, ya no hay mercado me dice el chaval que me atiende.  Dice que la gente ha dejado de comprar periódicos desde que conectándose a Internet es posible saber qué pasa en el mundo casi en tiempo real. Y es verdad, la red lo tiene casi todo, pero no lo tiene todo. 
La compra de un diario tiene algo más que la simple necesidad de leer noticias. Para algunos, como yo, tiene algo de ceremonia que se mantiene con gusto. En mi caso, la lectura de un periódico va íntimamente ligada a la búsqueda previa de una cafetería en el que sentarse y, café en mano, destriparlo de arriba abajo mientras va pasando la mañana sin prisa. Puede que esta idea mía, tan de otro tiempo que casa mal con nuestra vida, vaya asociada a los domingos de invierno, al resoplar de una cafetera industrial y al chocar de platos y tazas de loza gruesa, que tanto bien me hacen. Pero todo cambia. Las tazas han sido sustituidas por vasos de cartón con mensaje motivador, el café desplazado por batidos veganos y los quioscos, los que han sobrevivido a la revolución digital, se han convertido en bazares con exposición sobre la acera en los que lo de menos son los periódicos que se venden. Puedes comprar un diario, una revista y por unos pocos euros más llevarte un juego de sartenes, un champú anticaspa, incluso un bolso de playa. 
La información, si algo queda de ella, parece valer bastante poco si no va acompañada de cachivaches que al final no hay dónde meter. Y algo de razón hay en ello. La necesidad de convertir en atractivo, en deseable, aunque sea indirectamente, un producto que ha perdido fuste tiene algo que ver en todo el escaparate que ahora nos plantan delante de la nariz. A la prensa les ha pasado algo así, desde el momento en que ha abandonado el objetivo de informar, ha dejado de interesar. Los intentos de adoctrinar, no ya desde sus editoriales o columnas de opinión, sino desde las noticias mismas, a las que se le resta credibilidad a base de insuflarles ideología hasta convertirlas en un esperpento de si mismas, ha llevado a la pérdida del interés de la gente. La información ha dejado de ser lo que es y se distorsiona hasta convertirlo en un relato de hechos tintados por la excesiva exposición ideológica de quien la escribe. Nada nuevo, es cierto. Pero en estos tiempos que corren, en los que se ha perdido la razón crítica, el gusto por contrastar con quienes se encuentra en las antípodas con el objetivo de forzar el pensamiento y la formación de opinión propia, es posible que lo que mejor nos quede, después de pasar por el quiosco, sea llevarnos a casa un recortable en miniatura del Empire State para montarlo en el salón y esperar, sin demasiada demora, a que corra el aire que barra la idiocia en la que nos encontramos y volvamos, más pronto que tarde, a aquellos tiempos en los que cargarse de periódicos, aun un tanto húmedos, era casi una obligación si uno quería que su cabeza no quedara tan hueca como un sonajero cuando pierde el cascabel.