Entre todo este estorbo que nos ha tocado vivir, hay que rescatar todo aquello que nos saque de la indolencia. Dejar de lado lo que ocupa, pero no llena, y amarrarse a la necesidad de no caer en el desdén. Manteniéndome en ese empeño, he encontrado un artículo que Isabel Coixet escribió a su hija para su veinte aniversario. Lo llamó “Feliz cumpleaños”. Habla del emocionante momento en que llegó al mundo, sin llorar, con los ojos muy abiertos y como, de manera inmediata, puso sus brazos diminutos sobre su cuerpo y, en ese preciso instante, sintió su piel increíblemente suave y la invadió una emoción imposible recoger de ninguna manera. Leerlo así, desde la lejanía, no hace al momento menos impresionante. Todos tenemos algunos de esos instantes que, sin rebuscar, aparecen por la asociación de ideas, de imágenes, de olores y que tienen la capacidad de transformar la tosca realidad en un lugar distinto, aunque ese cambio, como un espejismo, dure tan solo unos minutos. La piel de un recién nacido huele a almendras dulces y su desaparición, innecesaria e indecente, huele a vacío.
Cierto que los recien nacidos huelen así.
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