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lunes, 4 de diciembre de 2017

DE LO MENUDO


             Con las pasiones uno no se aburre jamás; 
sin ellas, se idiotiza.
Stendhal





Stendhal definió el arte como una promesa de felicidad. Así lo recoge Iñaki Uriarte en uno de sus diarios. Y una no puede dejar de removerse por dentro aunque que no pretenda enmendarle la plana a nadie. Por eso, después de darle un poco de vueltas concluyo que puede que realmente sea así, el arte como una promesa de felicidad. Pero quizá porque los años no pasan en balde, prefiero pensar que la utilización del término promesa solo fue una licencia poética que se permitió el autor. No es que desconfíe de las buenas intenciones que encierran algunas promesas, pero una prefiere escapar del futurible y de la voluntariedad imprecisa que toda promesa encierra y acercarse, aunque sea de puntillas, al gozo inmediato de lo que se toca, de lo que se huele, de lo que se saborea y de lo que, precisamente por su inmediatez, es difícil resistirse. Vivimos a base de píldoras, cápsulas en la que se encierra una vida entera. También en cuanto a la felicidad. Porque en definitiva, esa felicidad tan buscada, no es más que un buen puñado de cosas, casi siempre menudas, que nos zarandean por dentro y, por unos minutos, nos devuelven a nosotros mismos. Ahí reside la belleza de lo menudo. Puede que ocurra lo mismo con el arte, que tiene la capacidad intrínseca de transformar en gigantesco lo más menudo, puede que por eso, a veces, aun vea cine y me sienta la mar de feliz. Puede que "La librería" de Isabel Coixet sea una de esas píldoras que algunos necesitamos.




martes, 30 de noviembre de 2010

Y TE BUSCO DE REOJO

 

Pulsó  el “1” seguido de la tecla almohadilla y escuchó sin levantar la vista de la mesa. En el buzón, un solo mensaje. Bebió las últimas gotas de un café preparado sin ganas. Con el dedo resiguió los dibujos del mantel, pensó en la cantidad de veces que había repetido ese mismo gesto. Algunos días se tornan fríos de repente.
Bajó las escaleras contando los escalones como una letanía. Salió a la calle y caminó despacio hacia ningún lugar. Su rumbo no pedía ligereza sino acierto. Una vez más, pulsó el “1”, escuchó y borró. Guardó el teléfono en el bolsillo y continuó caminando. Empezó a mirar de reojo, podía permitirse sonreír.  A un lado y a otro, tal vez por allí. Sólo debía reconocerla. Tarde o temprano tropezaría con una mirada tan huidiza como la suya. Sólo tenía que caminar y mirar. O tal vez, sólo mirar, sólo un poco más allá, ahí donde los ojos no ven. Sólo un poco más allá.