Con las pasiones uno no se aburre jamás;
sin ellas, se idiotiza.
Stendhal
Stendhal definió el arte
como una promesa de felicidad. Así lo recoge Iñaki Uriarte en uno de sus
diarios. Y una no puede dejar de removerse por dentro aunque que no pretenda
enmendarle la plana a nadie. Por eso, después de darle un poco de vueltas concluyo
que puede que realmente sea así, el arte como una promesa de
felicidad. Pero quizá porque los años no pasan en balde, prefiero pensar
que la utilización del término promesa solo fue una licencia poética que se
permitió el autor. No es que desconfíe de las buenas intenciones que encierran
algunas promesas, pero una prefiere escapar del futurible y de la voluntariedad
imprecisa que toda promesa encierra y acercarse, aunque sea de puntillas, al
gozo inmediato de lo que se toca, de lo que se huele, de lo que se saborea y de
lo que, precisamente por su inmediatez, es difícil resistirse. Vivimos a base
de píldoras, cápsulas en la que se encierra una vida entera. También en cuanto
a la felicidad. Porque en definitiva, esa felicidad tan buscada, no es más que
un buen puñado de cosas, casi siempre menudas, que nos zarandean por dentro y,
por unos minutos, nos devuelven a nosotros mismos. Ahí reside la belleza de lo
menudo. Puede que ocurra lo mismo con el arte, que tiene la capacidad
intrínseca de transformar en gigantesco lo más menudo, puede que por eso, a veces, aun vea cine y me sienta la mar de feliz. Puede que "La librería" de Isabel Coixet sea una de esas píldoras que algunos necesitamos.
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