«¿En
qué espacio de tiempo transcurren las afinidades y las correspondencias
electivas? ¿Cómo es que uno se ve a sí mismo en otra persona, y cuando no es
así mismo ve entonces a su propio precursor?».
Los
anillos de Saturno. W. G. Sebald
Habían quedado en la terraza de la galería Laffat. La habían
escogido a la par, entre las pocas opciones que tenían. Podía escoger entre la
cafetería de la estación central o la de un hotel del paseo, pero ninguna les
pareció adecuada. Él pensó que convenía un lugar discreto y un poco elegante
pero sin frivolidad. Ella pensó que les convenía un lugar agradable, tranquilo, pero con
la suficiente gente de por medio como para evitar situaciones incómodas. La
mejor opción fue la cafetería de la galería, un martes de abril. Lo habían decidido
después de darle varias vueltas y coincidir en que había llegado el momento. No les fue necesario fijar hora, sería antes de comer. El que
llegara primero que pidiera mesa y esperara.
Se levantó pronto y tras una ducha rápida buscó entre la ropa.
Quería tener buen aspecto, pero que no pareciera que se había preocupado en
escoger lo que vestía. No iba a una fiesta, pero quería sentir, ni que fuera
por un segundo, una ligera admiración contenida. La vanidad no envejece, pensó. Antes
de salir se miró en el espejo. Tenía el pelo veteado, la piel pálida y los ojos
un poco marchitos. Esbozó una sonrisa y parpadeó. Recordó la última vez que se
vieron. Le había preguntado si quería tomar algo, ella respondió que sí y la condujo a
la barra asiéndola del brazo de una manera delicada. Guardaba la imagen de su
pelo oscuro y un ligero acento extranjero. Había hablado un poco, no demasiado.
La tarde se les echo encima intentando reconocerse y ella buscó, en aquellas pupilas
tan distintas a las suyas, algo a lo que asirse. Seguía creyendo que los recuerdos
se cuelan a través de los ojos y que algún resto tenían que dejar, aunque fuera
un pigmento raro que desentonara en la niña del ojo.
Se pidió una copa de vino mientras esperaba su llegada y vagó entre los recuerdos que aun guardaba de su padre. Recordó un par de idilios clandestinos y los modestos
acontecimientos que les sucedieron. Sonrió sin apenas darse cuenta. El paso del
tiempo mejora los recuerdos, estaba claro. Al llegar, se sentó haciendo una ligera inclinación de cabeza. Le
pareció curioso ver cómo, al hablar, se daba palmaditas en la rodilla y le
sostenía la mirada. La herencia no solo se cifra en números, también en gestos.
Era su hijo, no cabía duda.
La invitó a comer. Hablaron durante horas de la memoria afectiva, de las reglas
infringidas y, al caer la tarde, apenas quedaba nada más que decir. Su padre había muerto hacía unos meses y ella, tan distinta ahora, apenas podía ponerle un rostro distinto al suyo.
esto ...que no pareciera que se había preocupado en escoger lo que vestía... es de inteligencia retorcida, pero de gran imaginación
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