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lunes, 23 de noviembre de 2020

DUDUÁ


-¿Cómo se llama la medicina que me has dado?
- Besos americanos.
- Pues dame otra cucharadita.

Some like it hot- Billy Wilder



Que la realidad siempre supera la ficción no es solo una frase hecha sino que es una verdad, tantas veces contrastada, que ya no hay nadie que lo dude. Pero esa realidad insuperable, como casi todo, va por barrios. En algunos, la vida es una balsa de aceite en la que encontrar algo que se salga de lo corriente y esperable, de la línea natural que marcan los acontecimiento, es francamente extraño. En otros, la vida siempre pende de un hilo y no tiene nada que ver con el carácter aventurero del sujeto, sino con lo perra que se ponga la vida a cada minuto que va pasando. Lo más sencillo se puede convertir en lo más rocambolesco, incluso cochambroso. Hay una película de Ricardo Darín, Relatos Salvajes, que trata sobre la ventura de perder el control y de que las situaciones más corrientes, llevadas al paroxismo de la locura cotidiana, te conviertan la vida en una escombrera. 

Puede que en estos momentos, entre el Covid, la economía y la política bronca que nos acompaña, estemos a punto de pegar un pedo y saltar por los aires sin necesidad de que nadie nos ponga un kilo de dinamita frente al parquímetro. No me cabe ninguna duda que la enfermedad y el estrés nos está matando ahora, como antes, cuando nos creíamos invulnerables, lo hacía el desamor, la gripe o una mala sesión de barranquismo. Necesitamos  cosas buenas, cosas bonitas, aunque suene muy cursi. Puede que por eso, después de cinco días con un dolor de cabeza espectacular, ayer me dedicara a rebuscar entre las carpetas y notas, aquellas que nunca fueron mías pero siempre envidié. El amor es algo muy loco, tanto como el deseo, el asco y la necesidad de convertirse en la cucharilla de otro. Vivimos los tiempos del covid, que no andan lejos de los del cólera y la rabia. Las ganas de meterse en la cama, subir la colcha hasta las orejas y olvidar por un momento que los virus tienen más potencia que un misil tierra aire, es casi tan necesario como navegar por los mundos de uno, pensando que el amor, aunque sea a trompicones, está la mar de bien.




martes, 20 de noviembre de 2018

NOSOTROS, LOS INÚTILES


- El espejo se ha roto. 
- Ya lo sé, me gusta así. Así me veo tal y como me siento. 


El apartamento - Billy Wilder






Estoy esperando que llegue el fontanero. Es un hombre muy dispuesto que siempre acude con rapidez cuando le llamo. Nunca me ha puesto ni un solo problema para venir, sea la hora que sea, a reparar todos los estropicios que día a día se van produciendo en esta casa que maldita sea la hora en que alquilé. No sé la de veces que ha venido en el último año. En todas ellas vestía una de mono viejo que dejaba al aire unos brazos que en otro momento debieron de ser fuertes y ahora son poco más que pellejo y hueso, hoy viste igual pero arrastra los pies. Nunca me había fijado en eso. Le dirijo al baño, otra vez la cisterna pierde agua. Se detiene frente al inodoro mirando el botón que regula el flujo de agua. Se queda quieto, en silencio, y por un momento temo que certifique la defunción del baño y me condene al infierno de una obra más que el propietario no va a pagar.
Se mueve en silencio, apenas me pide que le encienda también la luz del pasillo porque su propia sombra le dificulta el trabajo. Intento imaginar los años que debe tener el hombre, no me hago a la idea, quizá Matusalén fuera su hermano menor. Me pregunto cómo puede seguir trabajando, qué clase de penuria le tendrá encadenado a ir de chapuza en chapuza. Un golpe seco me devuelve a la realidad, se ha roto la tapadera de la cisterna y ahora sí que pienso que el fin del mundo ya está aquí, que tendré que pagar el destrozo del que a fin de cuentas no tengo culpa alguna, pero que deja la cuba al aire y así no se puede quedar eternamente. Pero le miro inclinado sobre la cisterna, sin levantar la cabeza, con los pies rodeado de trozos de loza y no me atrevo a rechistar, me bloqueo, y aunque mi lado perverso y vengativo piensa en apretarle la cabeza dentro del tanque hasta que se ahogue, solo voy a por la escoba y el recogedor. Empiezo a calcular el coste que la reparación me va a suponer y en lo tiritando que tengo la cuenta en el banco. Por debajo de mis pensamientos y del arrastre de las cerdas de la escoba, escucho una disculpa y aunque sigo con ganas de matar, no puedo por menos que aceptarlas y sentirme una miserable. Siento vergüenza y rabia, quizá no a partes iguales, pero puede que sí. Le digo que no se preocupe, que vuelva cuando encuentre el recambio y le entrego los últimos cincuenta euros que me quedan en la cartera para que pueda comprarlo, y acabo por darle las gracias. Debí imaginar que esos brazos no soportarían el peso de la loza, debí imaginar que nada podía salir bien porque desde que puse el pie en esta casa no hay semana que no me azote una desgracia doméstica, debí imaginar que las desgracias nunca vienen solas y que a veces se acompañan de viejos que te dan pena. Miro la cisterna, sin cubierta, llena de agua correosa y pienso que esa imagen, como metáfora de la vida, no tiene precio.





miércoles, 4 de abril de 2018

EL TIEMPO


"Dicen que no encajo en este mundo. Francamente, considero esos comentarios un halago. ¿Quién diablos quiere encajar en estos tiempos?”.

Billy Wilder





Nos cruzamos en la calle, parada obligada. Cálculo de una manera rápida si puedo entretenerme, si me vale la pena o no permanecer de pie,pasando frío y escuchando convencionalismos. Y mientras hago todo eso, mantengo la sonrisa del que no tiene nada que decir pero debe cierta cortesía. Sonreír y dejar que el otro hable, que llene el poco tiempo que estás dispuesto a entregarle, porque el tiempo es oro y a ti te interesa muy poco lo que en estos dos minutos de charla casi obligada te puedan llegar a decir. Termina la conversación, si a cuatro frases repetidas hasta la saciedad se le puede llamar así. Son los repetidos: “¡cuánto tiempo!”, “nos hacemos mayores”, “¿aun trabajas en el mismo sitio?”, “a ver si quedamos un día y tomamos un café”. Y así, mientras giro la esquina, dejando atrás aquel encuentro casual, aprieto el paso borrando de la cabeza los dos últimos minutos de mi vida, como si así pudiera recuperarlos y dedicarlos a cualquier otra cosa porque sé que, entre esas francachelas tan simples y vacías, el tiempo se muere sin remedio.