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domingo, 18 de octubre de 2020

I HAD A DREAM

 



Estas tumbada sobre la cama, mirando el techo porque no te apetece leer nada y hace años decidiste que en el dormitorio no entraría jamás un televisor. Así que ahí estás, intentando descifrar si lo que asoma por la diagonal es polvo o es el inicio de una mancha de humedad.  Por lo demás no hay nada. Apagas la luz, pero por la ventana se cuela la de la farola con la que el alcalde te felicitó el cumpleaños. Un punto de luz más en la calle y, de paso, en la habitación. Tienes que llamar a alguien para arregle la persiana. Se rompió con la llegada de la epidemia y está condenada a seguir así hasta que desaparezca. Cierras los ojos, pero no puedes dormir.  Empiezas a inspirar y a expirar poco a poco, alargando la expulsión del aire hasta que vacías el vientre del todo y vuelves a comenzar. Intentas meditar como leíste en aquella revista, pero no es lo tuyo. La cabeza se te va a la lista de películas que marcaste como favoritas y haces un leve amago de levantarte, pero el cuerpo te pesa y la pereza más todavía. Oyes el ruido de agua correr y abres los ojos. La cisterna del vecino se va llenando poco a poco, como una vejiga enferma y tú, derrotada, te sientas en la cama y miras hacia la ventana esperando un festival de sombras chinescas, que tiene que salir de la nada, te devuelva el sueño. Pasa el camión de la basura. Son las cuatro y, ahora ya, cada minuto que pasas despierta es un dolor.



lunes, 24 de agosto de 2020

CANCIÓN TRISTE DE VERANO




«La vida discurre tediosamente, nada ocurre durante meses, hasta que un día de pronto, todo, quiero decir todo, se va a la mierda y se pone patas arriba»

El buda de los suburbios. Hanif Kureishi





Me despierto con dolor de cabeza, es algo así como un crepitar constante, como si el cerebro fuera a desplazarse y estuviera tomando la medida del rincón en el que piensa acomodarse. Decido quedarme en la cama un rato más a ver si de esa manera consigo que vaya desapareciendo o que se coloque donde se tenga que colocar. Pero primero me todo un ibuprofeno con un gran vaso de agua, levanto la persiana y esperando que entre algo de aire. Aun es oscuro. El verano empieza a decaer, en la luz se nota. Amanece tarde, oscurece más pronto. El ciclo de la vida. No soy muy consciente del momento en que me he dormido, pero sé que lo hecho durante largo rato porque el reloj marca las nueve cuando me vuelvo a despertar. Tengo que ir a trabajar, pero me cuesta levantarme y las ganas se han ido de vacaciones con el resto de la familia sin que yo las acompañe. Este verano me cuesta todo. Pero por lo visto es un mal generalizado del que no vale la pena quejarse porque no se pasa, se acrecienta ante la protesta. Debe ser cosa de la crisis mundial o del arrastre poco productivo en el que ando y por el que no hay día en que no me entren unas ganas feroces de cerrar el ordenador, la puerta del trabajo, la puerta de casa y olvidarme de todo. Pero la realidad, mal que nos pese, es tozuda y hay que seguir remando contra el cansancio, la desidia, contra la constante negatividad que poco a poco va haciendo callo y nos deja tocados. Dicen que este año va a crecer el consumo de antidepresivos, no es de extrañar. Algunos, supongo que los que piensan más en la frivolidad que en la salud mental de sus conciudadanos, hacen campaña alegando, por toda fatalidad, que engordan. Esos deben preferir cortarse las venas o saltar por una ventana antes que no reconocerse en el espejo. Corren malos tiempos para deprimirse, para engordar y para intentar fumarse un cigarrillo. 
Esta vez la guerra no se libra en territorio conocido sino en los cuerpos. En los nuestros y en los de los otros. En los altos, en los bajos, en los gordos y los flacos, en los tontos y los listos. No empezó en verano, como dicen que empiezan todas las guerras. Pero aquí la tenemos, en plena campaña, avanzando día a día y esperando a que llegue el frío para intentar derrotarnos. Contra ella no caben cumbres mundiales, ni tan siquiera llegar a acuerdos, aunque sean imprecisos. La nueva normalidad se desparrama como una mancha de aceite insoportable y ha traído de vuelta las jaquecas que creía olvidadas, la imposibilidad de dormir de tirón, los pensamientos estúpidos (como los que esta nota), y la triste impresión de que todo se nos escapa de las manos.