«Más que en ningún otro
momento de la historia, la humanidad se halla en una encrucijada. Un camino
conduce a la desesperación absoluta. El otro, a la extinción total. Quiera Dios
que tengamos la sabiduría de elegir correctamente».
Woody Allen
Dicen los entendidos que el nivel
de ansiedad acostumbra a ser el mismo dentro del ciclo vital de cada uno, aunque
eso no quita que, en momentos puntuales y por cuestiones circunstanciales, se eleve durante algún tiempo para, al poco,
volver a la normalidad de cada uno. Hay gente de naturaleza ansiosa y otros, en
cambio, pueden permanecer en modo zen sin que nada les produzca un especial
malestar. Esos mismos expertos (calificativo del que ahora hay que huir como
del fuego), señalan que el desencadenante del incremento de la ansiedad no
tiene que ser, necesariamente, un hecho grave, ni siquiera importante. El barómetro
interior de cada uno es distinto, y el resorte de esa angustia, que a veces uno
ni siquiera sabe de dónde viene, puede ser de una gran insignificancia a los
ojos de otro. Supongo que en algún lugar entre la minucia y la gravedad de lo que
desencadena la ansiedad se encuentra la frontera del trastorno mental. No es difícil imaginarlo.
El ser humano es extraño dentro de su imperfecta
perfección. La ansiedad, estos días, es la sopa que nos comemos a todas horas y no
siempre es fácil de tragar. Zozobrar sin intentar caer e intentar mirar hacia delante, deseando que
acabe este año, que parece que lo ha
mirado un tuerto, acabe de una vez y desear, como si fuera un premio de la lotería,
que lo malo no nos traiga lo peor. Conviene
hacer acopio de lo que a cada uno le temple el ánimo. Aliviar la inquietud como se pueda y esperar, con
cierta presencia de ánimo, para que alguien tire de la cadena y el boñigo que
nos ha caído en este maldito año bisiesto, desparezca por la bajante. Entonces,
como el que no quiere la cosa, puede que la ansiedad vuelva a ser algo
soportable.