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lunes, 31 de julio de 2023

AGOSTO LLAMANDO A LA PUERTA




 

Armada con el abanico y una botella de litro y medio de agua congelada, veo los anuncios del verano. Pieles tersas y morenas que corren ligeras por playas que susurran un “Volver a verte, volver a verte”. Cuerpos tan esbeltos que no existen o, al menos no por aquí, gracias a Dios y a los carbohidratos. Pero la tele vende lo que vende y muestra unas fantasías estupendas que se da de bofetadas con la vida que late fuera de la pantalla. Lo mismo ocurre con las revistas de moda que se empeñan en colocar, a quien pueda pagarlas, cremas anticelulíticas, reafirmantes, exfoliantes e intenta maravillarnos con sus efectos y cualidades milagrosas, mostrando cuerpos que no lo necesitan, por edad y porque se les ha pasado Photoshop como a una paletilla de jamón de york se la pasa por el cortafiambre. Los publicistas odian la realidad y se les nota. Y es que la realidad pesa, cruje, huele y con el tiempo se vuelve tozuda. Es entonces cuando, entre la nebulosa publicitaria que hemos engullido, se empeña en devolvernos la imagen de alguien que creemos que es otro, porque no queremos reconocerlo, pero no, somos nosotros con su correspondiente dosis de objetividad. 

Somos lo que somos. Con los años encojemos; engordamos o adelgazamos en exceso; perdemos o ganamos vello; y la gravedad se pone exquisita. Frente al empecinamiento de la naturaleza no cabe otra que la resignación y relajarse un poco, aunque intentemos disimularlo haciendo complicadas y repetitivas tablas de ejercicios de fuerza que nos agotan, dietas que empiezan cada lunes y no llegan al martes, cremas que nos vacían el bolsillo y espejos combados con los que nos engañamos un rato. Pero, no somos tontos del todo y por eso, con la estocada de realidad en todo lo alto, nos gusta escoger el “Volver a verte, volver a verte”, aunque sea para hacer la croqueta, con nuestras lorzas por bandera, en una playa cualquiera del litoral mediterráneo. Feliz Verano, con sus cañas y sus cosas.


 

domingo, 1 de diciembre de 2019

LETRAHERIDOS



«Cuando intentas evitar algo, es precisamente este esfuerzo lo que te ayuda a hacerle frente. Sé valiente, Manuela. Lo primero que ve es la reverberación de la brasa, y una voluta de humo, que se enrosca y se pierde en la noche».

Melania G. Mazzucco. Limbo






Cada dos años emprendo una campaña que va destinada a deshacerme de aquellas cosas que acumulo y que durante ese tiempo no han salido del lugar en el que fueron confinadas. La tendencia a la acumulación solo se cura haciendo un esfuerzo, casi infinito, por corregirla. Desprenderse a veces duele, pero no es peor a que te parte un rayo, o que se hunda el suelo del apartamento. Vivir en una casa pequeña siempre es una ayuda a la hora de emprender la batalla del “menos es más”. Pero hay algo de lo que deshacerse es difícil, los libros. En casa se acumulan por todas partes, en las mesas, las estanterías, los armarios, la cocina, el baño y por pilas en el suelo del salón y de las habitaciones.
A veces, casi sin querer, aparece un amontonamiento de difícil equilibrio que rellena el poco parquet que queda al aire. Cruzar por su lado, para correr la cortina que nos protege del vecino cotilla, es una actividad de riesgo que puede terminar en derrumbe. Pero, aun así, no pasa una semana sin que lleguen a casa ejemplares recién descubiertos, recomendados, reciclados, regalados, abandonados por otros. La invasión es casi total y la falta de afición al libro digital solo ha venido a complicar, en extremo, la cabida en casa. Pero reunir libros no siempre implica leerlos y aunque en casa se lee, se lee como se puede y donde uno puede, no todo puede permanecer aquí porque atravesar el recibidor para llegar hasta al sofá puede ser lo más parecido a cruzar una pista americana. Por eso ha sido necesario llegar a un acuerdo, establecer unas normas que nos salve del aplastamiento y de la confusión. Desde hace un tiempo, todos aquellos que no nos han gustado, que nos han regalado y que jamás leeremos, van directamente a la tienda de segunda mano. Ellos hacen negocio y aquí ganamos espacio. Aun así, estamos a un metro cuadrado de ser devorados sin solución. 
Somos letraheridos melancólicos que buscan en las palabras, en los universos ajenos, el nuestro propio. El colapso asoma la patita y algo habrá que hacer, la política del "entra uno sale otro" no funciona, el desalojo no se produce nunca. Porque mientras intentamos formar la columna de los que deben partir, siempre llega una mano que lo rescata recordando que ahí, en no sé en qué página, había un párrafo maravilloso que poco importa qué. 
Ahora, desde mi mesa de trabajo, contemplo la pila que cubre la esquina izquierda. Es lo que espera ser leído, lo que se leerá cuando se pueda y cómo se pueda, y que una vez leído quedará reposando en otra pila, junto a la estantería ya llena, esperando su salvoconducto que, como casi siempre, llegará, al menos por un tiempo, salvo que antes explotemos y ésto ya no lo salve ni Dios.



domingo, 24 de noviembre de 2019

ANDRÓMEDA



«El agujero parecía actuar como un telescopio, 
enmarcando y aumentado el entramado cegador de las estrellas»

Lucia Berlin, Bienvenida a casa






Aquel día estuvo lloviendo sin parar. Las alcantarillas, aunque intentaban tragar todo lo que caía, no daban abasto y la calle se había convertido en un riachuelo que arrastraba las hojas que la lluvia, de manera inclemente, descuajaba de las ramas. Me había quedado sin café y aunque el mundo no iba a acabarse por eso, tampoco un otoño virado iba a impedir que me acercara al colmado de la calle Mayor a por un paquete. Caminé sujetando con fuerza el paraguas, crucé la avenida y tomé un desvío para acortar. Recordé la primera vez que llegué a aquella ciudad, también llovía, pero entonces el frío, que provenía de la bahía, era atroz.
La tienda se encontraba al final de la calle principal, alguien la había bautizado como la calle Mayor aunque, en realidad, tenía un número como todas las de allí. De inicio me pareció impersonal, pero después de tres años allí, con sus inviernos  eternos y sus inexistentes veranos, ya me había acostumbrado. La 4th me parecía tan encantadora como la calle Argentería; y la 8th, tan desangelada como el mismísimo infierno.
Recorrí la calle provocando pequeños maremotos al intentar sortear los charcos que me iba encontrando. Pisé con fuerza y levanté el agua de la acera, mojándome, más sí cabía, el bajo de los pantalones. No había nadie en la calle. Las ventanas de los edificios arrojaban un poco de luz en una tarde tan oscura como triste. Recorrí los últimos metros, con el abrigo calado y la intuición de que había salido para nada.  Un par de automóviles cruzaron la calzada sin prisa. Doble la esquina, mientras la tormenta empezaba a disiparse y me llegaba el sonido metálico del cierre de una persiana. Aun así, me acerqué sabiendo que era para nada. Demasiado tarde. Volví sobre mis pasos, dejando que las zapatillas salpicaran cuanto quisieran. Se me había tirado la tarde encima y tenía que desandar el camino para volver a casa. 
Había parado de llover, la calle olía asfalto y una ventana arrojaba un blues de Mavis Staples, algo extraño en mitad de aquella ciudad tan lejana.



jueves, 11 de septiembre de 2014

HUMO


“Estamos obligados a luchar enérgicamente contra todos
 los eventuales gérmenes de odio colectivo.”



Bajo un sol de campeonato, la gente espera pacientemente, en una cola que dobla la esquina, para comprar la mejor horchata en diez kilómetros a la redonda en uno de los poco establecimientos fabriles que ha rehuido la tentación de colocar veladores, pero en el que es posible llevarse una lecherita de plástico de oro blanco, como le llama mi padre. Los días de fiesta, cuando el calor aprieta y las terrazas de los bares languidecen bajo el influjo del sol naciente, en la  “Montserratina” siguen elaborando horchata.

Hoy es fiesta en Barcelona. La Diada. Un día especial sin duda. Estamos en un momento francamente extraño. Vivimos bajo la incertidumbre de qué va a pasar de aquí al 9N, fecha fijada para el referéndum en el que habrá que votar sobre la independencia de Cataluña y, sobre todo, qué es lo qué va a pasar después. En estos días las conversaciones acaban convergiendo en esta cuestión. Es un tema complicado, sobre todo porque los partidarios, no ya del referéndum, sino de la propia independencia (al menos con los que hablo yo, y no son pocos), ofrecen planteamientos desde la víscera. En estos casos, la discusión es complicada porque cuando el órgano  que se emplea para ello es el corazón o el hígado no hay razonamiento que lo pueda rebatir. 
Ahí es donde se ampara la esencia del nacionalismo, en la víscera pura. No he conseguido que ninguna de las personas que me hablan de la necesidad, de la voluntad, y de las ventajas de establecerse como Estado independiente me explique cómo, cuándo, por y para qué. Y eso es precisamente lo que los ciudadanos deberíamos poder escuchar de los que ahora nos ofrecen un mundo nuevo con luces de neón. Puede que si conociera las respuestas a estas preguntas, que quedan en el aire siempre que sale el tema a relucir, incluso me planteara la cuestión de una posible independencia de mi comunidad. Pero sólo encuentro argumentos históricos (que no son ciertos en la mayoría de casos), argumentos de expolio (evitando hablar de los de casa) y privación de derechos (que yo no he sufrido jamás). Fanfarria que enaltece la diferencia de unos frente a sus vecinos para sostener un planteamiento independentista vacío de contenido y de proyección al mañana.

Me cuesta pensar en una Cataluña independiente de España, pero el futuro será el que sea y a él nos haremos, porque no nos queda otra. Por eso esta tarde, mientras hacía cola frente a la mejor fábrica de horchata a este lado de la ciudad, viendo las camisetas amarillas y rojas que recorrían las aceras volviendo a casa desde la concentración nacionalista que se ha dado hoy en esta ciudad, he sentido algo parecido a la tristeza, y es así porque el humo ha conseguido dejarnos a unos cuantos, a unos muchos, fuera de juego y sin voz en nuestra propia casa.



martes, 28 de enero de 2014

PRODIGALIDAD, LA MÍA


"Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros."
Franz Kafka

Supongo que más pronto que tarde acabarán declarándome pródiga y arrancándome la tarjeta de crédito, inscribiéndome en alguna lista de esas que prohíben el acceso a determinados lugares porque esa es la única manera de evitar que, mes sí y mes también, acabe cargando el saldo deudor de mi tarjeta de crédito con la compra de libros. En eso iba pensando mientras terminaba de quitar el plástico con los de “Galaxia Gutenberg” envuelven últimamente sus libros y que, por lo general, me molesta en sobremanera. En este caso no me importa, sé lo que quería, y sé lo que me he llevado, “Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal.

No es fácil encontrar, al menos en Barcelona, los libros de Hrabal, algo absolutamente incomprensible, al menos para quien como yo, considera a Hrabal uno de los mejores escritores centro europeos del siglo pasado. Pocas letras tan lúcidas, inteligentes y bien recreadas como las de este autor. El primer libro suyo que leí, "Trenes rigurosamente vigilados", lo compré en una librería de viejo en Praga, una edición traducida al español que algún uruguayo había dejado caer por aquellas tierras. ¿Qué como sé lo del uruguayo? Sencillo, un tal Rafael Escriche, el nombre que consta en su solapa, bajo una rúbrica inteligible así lo hizo constar. Una letra en redondilla, curiosa, que si no fuera porque dejaba testimonio bastante (al menos en apariencia) de que la misma había sido estampada por un caballero (que yo imagine, bajo el frío que resulta del siempre desconcertante río Moldava, de pelo cano, entrado en años y con las manos adornadas por las cientos de marcas que dejan la edad), la hubiera atribuido a una mujer, también entrada en años pero menos adornada por el paso del tiempo.


Ahora estoy sentada frente a mi ordenador, con el libro de Hrabal a mi izquierda. Lo miro de reojo, porque sé que he hecho mal y dos diminutos seres se me cuelan por dentro, cada uno de ellos por un oído para recordarme, uno, que lo malo es gastar en imprevistos, y el otro para recordarme que los libros nunca son imprevisibles y que incluso podría cerrar la puerta y ponerme a leerlo ahora mismo, mientras simulo estar haciendo algo para ganarme el pan. Pero ha sido inevitable, supongo que tan inevitable como le debió parecer al autor dejarse caer al vacío, de un modo casual, mientras intentaba dar de comer a los pájaros que se acercaban al alfeizar de su ventana.

Tengo mala conciencia porque he caído de nuevo en mi propia trampa, la de la chispa en ojo ajeno, en este caso, la chispa de Bohumil Hrabal. Espero que mi banco, o mi tarjeta de crédito, puedan entenderlo y sobre todo soportarlo, para algunas adicciones no existe la metadona.