Para aliviar el calor imagino un día de invierno. Nos hemos
quedado sin electricidad. Dicen que un hidroavión tiene la culpa, aunque si se intenta ir un poco más allá, puede que la culpa no sea de un accidente casual sino
producto de una mala política en materia de energía. Pero hace calor,
demasiado, y los frentes abiertos son tantos que puede que lo mejor sea
olvidarse de las macro decisiones que adoptan otros, y pasar las horas esperando
que corra un poco de aire natural que refresque el ambiente pese a los aerosoles
y la polución. Un soplo de aire sucio que se recibe con la alegría del que sabe
que a poco más puede aspirar. Y aquí, sin televisor, sin aire acondicionado, sin
internet, queda el consuelo del papel que permite viajar a la Patagonia o a Finlandia con la
esperanza de olvidar el ochenta por ciento de humedad relativa que resbala por la espalda
hasta perderse en la soledad de un amor desvencijado. Opto por abanicarme con un suplemento dominical con fecha del mes de enero. La canícula
se esparce arriba y abajo, desmayada. Recuerdo que la última vez que le abracé el
frío me abrió las yemas de los dedos y el aire olía a ceniza. Pero ahora hace calor,
mucho calor, y el cuerpo ansía agua fría, una ducha interminable y un negroni con mucho hielo mientras vuelve la luz.
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domingo, 25 de julio de 2021
JULIO EN LA NIEVE
domingo, 24 de noviembre de 2019
ANDRÓMEDA
«El agujero parecía actuar como un telescopio,
enmarcando y aumentado el entramado cegador de las estrellas»
Lucia Berlin, Bienvenida a casa
Aquel día estuvo lloviendo sin parar. Las alcantarillas, aunque
intentaban tragar todo lo que caía, no daban abasto y la calle se había convertido
en un riachuelo que arrastraba las hojas que la lluvia, de manera inclemente, descuajaba
de las ramas. Me había quedado sin café y aunque el mundo no iba a acabarse por
eso, tampoco un otoño virado iba a impedir que me acercara al colmado de la calle
Mayor a por un paquete. Caminé sujetando
con fuerza el paraguas, crucé la avenida y tomé un desvío para acortar. Recordé
la primera vez que llegué a aquella ciudad, también llovía,
pero entonces el frío, que provenía de la bahía, era atroz.
La tienda se
encontraba al final de la calle principal, alguien la había bautizado como la
calle Mayor aunque, en realidad, tenía un número como todas las de allí. De
inicio me pareció impersonal, pero después de tres años allí, con sus
inviernos eternos y sus inexistentes veranos, ya me había acostumbrado. La 4th me
parecía tan encantadora como la calle Argentería; y la 8th, tan desangelada como el mismísimo infierno.
Recorrí la calle provocando
pequeños maremotos al intentar sortear los charcos que me iba encontrando. Pisé con fuerza y levanté el agua de la acera, mojándome, más sí cabía, el bajo de los pantalones. No había nadie en la
calle. Las ventanas de los edificios arrojaban un poco de luz en una tarde tan
oscura como triste. Recorrí los últimos
metros, con el abrigo calado y la intuición de que había salido para nada. Un par de automóviles cruzaron la calzada sin prisa. Doble
la esquina, mientras la tormenta empezaba a disiparse y me llegaba el sonido metálico
del cierre de una persiana. Aun así, me acerqué sabiendo que era para nada. Demasiado tarde. Volví sobre mis pasos, dejando que las
zapatillas salpicaran cuanto quisieran. Se me había tirado la tarde encima y tenía
que desandar el camino para volver a casa.
Había parado de llover, la calle olía asfalto y una ventana arrojaba un
blues de Mavis Staples, algo extraño en mitad de aquella ciudad tan lejana.
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