Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando
en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño.
No obstante, a pesar de lo
desacertado de las informaciones que aparecieron en la prensa, debía reconocer que
lo sucedido era más que previsible. Sobre la mesa descansaban los periódicos de
la última semana y, ahí, toda la carnaza que uno quisiera encontrar. Alguien había
dejado sobre ellos una taza de café, no una sola vez, sino hasta tres veces. Los
cercos que emborronaban la noticia lo delataban. Velvet Croisser había muerto.
Aquel día, las gaviotas graznaron
más de lo habitual y, a lo lejos, el carguero oxidado que decoraba la línea del
mar, había desaparecido dejando el océano en una extraña calma, de un azul
plomizo casi muerto. Caminé por el pantalán respirando el aire salado y denso
de los días de otoño, intentaba buscar las palabras adecuadas para darle la
noticia a su madre.
Velvet había sido una buena mujer,
no exenta de manías y rarezas pero a quién se le puede reprochar algo así después
de media vida padeciendo a Montes. Algunos tipos no debían existir jamás, y
algunas mujeres debían aprender a alejarse del fuego en cuanto empiezan a ver
las primeras motas de humo. Un pasado desconcertante, un presente frío como el
roce del ala de un cuervo y un futuro desquiciante que solo podían acabar como
acabaron. Desollados en un callejón sucio y maloliente. Sin embargo, ella sola
había decidido inmolarse de un modo estúpido.
Velvet, convertida en un amasijo
de carne irreconocible, descansaba en el anatómico a la espera de que alguien
la reconociera y ese papel me tocaba a mí. La había detenido en no menos de
diez ocasiones y sin embargo, pese a lo loca y dejada que estaba, aun
conservaba, en el fondo de sus ojos y en sus manos regordetas de uñas sucias, los
restos de un pasado limpio. Nunca aceptó ayuda. Al final, cuando ella misma se
desmoronaba, tampoco la había pedido. Había dejado que un desalmado embrutecido
la golpearla hasta deformarla, le rajara el vientre y dejara, entre sus tripas
sueltas, una nota recordándole que solo era una puta.
Volví sobre mis pasos y lance contra aquellas olas de agua sucia los
restos de mi primer cigarrillo del día. A veces, dejar de fumar es complicado.
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