Agarró su guitarra,dijo: "nos vemos", y se marchó. Fue tan duro para los niños como para mí. Peor aún cuando sin él encontramos una tumba zuni, y durante la danza del venado en San Felipe.
LUCIA BERLIN, Mi vida es un libro abierto
A veces, cuando se hace de noche demasiado pronto, intento
recordar algunas cosas que existieron en el pasado. El invierno existía y las
tardes se llenaban de manos frías, del vaho saliendo de la boca que las madres
intentaban cubrir con bufandas que ellas mismas tejían mientras escuchaban la
radio. La mía intentaba hacer lo mismo. Nos vestía de un modo un tanto estrafalario para que
no nos resfriáramos, para que las anginas se quedaran quietas y ella pudiera irse a trabajar sin sobresaltos de avisos que nunca llegaban porque, por entonces, los
niños que se ponían enfermos se quedaban en casa al cuidado de quién se podía y
solo al día siguiente, en la cartera del hermano más mayor, se colocaba una nota
explicativa para la escuela que, en nuestro caso escribía mi madre sentada en
la mesa de la cocina. Se sentaba en una de las cuatro sillas que rodeaban una mesa de fórmica y se ajustaba al cuerpo un kimono finísimo, que creíamos de purísima seda de la China y que nunca supimos cómo llegó a casa, mientras apuraba el único cigarrillo que se permitía
después de cenar. Las noches de invierno olían a tabaco aunque ella abriera la ventana intentando disimular
el único vicio que decía que ya le quedaba. Ahora no sé si todo aquello de verdad fue así,
o si es mi visión deformada y edulcorada de un tiempo en el que el butano de
una catalítica no era suficiente para calentar toda una casa y en el que andabas todo el
día con el frío metido en el cuerpo, porque por mucho que te riñeran no había manera de que te cerraras aquella bata de lana gruesa te habían regalado en tu último cumpleaños. Porque eso también era así, los regalos eran una excusa para comprar lo necesario y si acaso, y se
podía, un detalle apenas menudo con el que te crecías frente a los hermanos porque
ese día era tu día. La memoria es traicionera y, de vez en cuando, inventa una realidad
inexistente, y lo que hoy parece el retrato exacto de un
tiempo, el mañana, de un modo fugaz, lo arrasa hasta convertirlo en algo distinto
y tan perecedero como lo anterior. Puede
que por eso las tardes de invierno me traigan el recuerdo de una madre que no
existió nunca y que he inventado a fuerza de recuerdos macerados por mi propia
existencia y la fantasía de un mundo tan extraño y sorprendente como el cantón del que provenía la bata de mi madre. Una vida que ni siquiera sé si es inventada pero a la que me une un filamento extraño que marca el camino pese a
que, como el humo de un último cigarrillo, solo queda el rastro de su aroma.
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