Un domingo por la tarde el señor Wise nos llevó a Willie y a mí hasta la mina, a ver nuestra antigua casa. Entonces me embargó la añoranza, al oler las rosas trepadoras de mi padre, caminando bajo los viejos robles.
Lucia Berlin
Esta mañana mientras hacía cola para comprar el pan del
desayuno he escuchado parte de una conversación ajena que me ha llevado a
pensar que el que llevaba la voz cantante de la charla, que intentaba
impresionar a su interlocutor con las expresiones que utilizaba, no era más que
un pobre hombre. La cola era larga y la plática de aquel tipo bien podía
alargarse un buen rato, pero he perdido el interés a los pocos minutos. Pero
las esperas, aunque solo sean para comprar el pan, dan para mucho y, entre ese mucho, da para plantearse si somos lo que creemos que
somos o si en realidad no somos más que la imagen que damos a los demás. Y de
ahí un paso, entre el murmullo de la voz de aquel tipo ya indiferente, me ha venido a la cabeza la
cantidad de veces que nos llevamos una decepción por creer que alguien era de
una determinada manera que al final resultó no ser como creíamos. Nos generamos
ideas extrañas sobre las personas que nos rodean, sobre todo cuando las
conocemos poco y basamos nuestro juicio
en cuatro palabras de complacencia o conversaciones intrascendentes en las que,
en la mayoría de ocasiones, no se muestra nada en absoluto.
Me he llevado dos barras de cuarto y unos cuantos croissants,
dejado en la esquina al de la charla. De vuelta, mientras deshacía los dos kilómetros
que he recorrido para desayunar pan blando, no he podido obviar que no en pocas
ocasiones también yo me he equivocado y he generado en mi propio imaginario
personal seres inexistentes cuya realidad me ha llevado a una cierta decepción.
Con toda seguridad yo misma he podido ser una decepción para cualquiera que, esperando
alguien creado a partir de cuatro datos,
se ha dado de bruces con mi realidad.
Debo decir que al llegar a casa, he puesto la mesa con esmero (soy de las que
cree que la excelencia se encuentra en el detalle), y mientras colocaba las
cucharillas para el café (cada uno la suya) y una común para el bote de la
mermelada (una que entra en el bote y nadie puede relamer), la sombra de cierta decepción se ha paseado se
ha paseado por mi propio imaginario aunque deteniéndose poco porque ando en
tiempo de descuento y no puede quedarme varada en veredas tristes.
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