Ninguna revolución, independientemente de con cuánta amplitud abra sus puertas a las masas y a los oprimidos —les malheureux, les misérables o les damnés de la terre, como los llamamos en virtud de la grandilocuente retórica de la Revolución Francesa—, se ha iniciado nunca por ellos.
La libertad de ser libres. Hannah Arendt
Hace una semana, antes de que saliera la Sentencia de “El Procés”,
me avancé en el pronóstico de que venían tiempos difíciles. Y llegó la resolución y, con ella, álguien levantó el banderín de salida de la violencia extrema que se venía fraguando desde hace muchísimo tiempo. Pero que nadie se lleve a engaño, con Sentencia
o sin Sentencia, con condena o con absolución, la llegada de los actos de terror y saboteo que sufrimos, estaba a la vuelta de la esquina.
Nada de lo
que está ocurriendo es casual. Todo obedece a un plan preconcebido y
previamente orquestado para proclamar, está vez de una manera firme, la independencia
de Cataluña, mediante la utilización del constreñimiento más feroz.
Desde el lunes, con la
caída del sol, la mayor parte de la población catalana vive entre el temor y la rabia. La violencia que desencadenan
los nacionalistas más radicales en el centro de las ciudades es difícil de sobrellevar. El nacionalismo es violento por naturaleza y negarlo es de una ingenuidad peligrosa. Existen personas que, haciendo gala de una enorme candidez, creen que la violencia no es consustancial al independentismo catalán y, sin tener prueba alguna de lo contrario, manifiestan su respeto por los que cada tarde se manifiestan,
sonrisa en ristre por las calles de nuestras ciudades. Les creen pacíficos, merecedores del respecto, incluso desde la discrepancia. Y se equivocan, todos esos que salen a la
calle, con sus lazos amarillos y sus consignas de una democracia en la que no creen, son los que jalean y muestran una complacencia absoluta con los actos de
violencia brutal que se repite cada día con la caída del sol.
Europa ya ha vivido esta situación y el resultado siempre ha sido nefasto. Corrían los noventas, los juegos de
invierno se habían celebrado en la ciudad de Sarajevo, y ahí, en mitad de Europa,casi sin que nadie se diera cuenta, estalló
una guerra en la que no hubo piedad para nadie. Las secuelas aun hoy día existen.
La violencia que nace de lo irracional es un monstruo que, una
vez se le deja correr, es difícil de parar. Y aunque la fractura social en este
momento ya es difícil de reparar, aun estamos a tiempo de evitar que todo salte
por los aires. El nacionalismo catalán ha jugado siempre al victimismo.
Ahora,
envalentonado desde la calle, arrojando a sus propios hijos a desestabilizar la
paz social, empieza a necesitar sus héroes, y ya no les basta con aquellos políticos que han sido condenados, necesitan ir más allá. Necesitan algún muerto sobre la mesa para seguir con su juego, sucio y corrupto.
Porque no hay que olvidar que el avispero nacionalista fue agitado por aquellos
que llevaban robando desde los años 70 bajo el mando de la identidad catalana que sin existir se inventó.
El 3% es independentista. Vivir a cargo del robo y el expolio ha sido la
realidad de los máximos dirigentes secesionistas de esta comunidad. Estos personajes, para
proteger su negocio, vendieron a la gente un cuento diferencial, de un contenido
xenófobo y clasista, que han inyectado en la sociedad utilizando todos los instrumentos financiados que han tenido a su alcance. Los medios de comunicación, la educación son solo una muestra. El independentismo catalán es una manzana envenenada que reventará llevándoselo todo por delante. Vamos
camino de ello y, al parecer, poco importa, estamos en periodo electoral.
Es cierto que los muertos sobre la mesa pueden ser un juego. No dejan de ser una escabrosa estrategia.
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