domingo, 6 de octubre de 2019

MAREAS



Así es el tiempo: todo pasa, sólo él permanece. Todo permanece, sólo el tiempo pasa. ¡Qué ligero se va, sin hacer ruido! Ayer mismo todavía confiabas en ti, alegre, rebosante de fuerzas, hijo del tiempo. Y hoy ha llegado un nuevo tiempo, pero tú, tú no te has dado cuenta.

Vasili Grossman. Vida y destino





Había pasado los últimos diez meses trabajando en una plataforma del mar del norte. Marcharme obedeció a un arrebato absurdo, a la ganas de ganar dinero de una manera rápida y sencilla. Así que cuando vi la oferta solicitando enfermeras no me lo pensé dos veces. En una plataforma los trabajadores enferman poco y el equipo médico pasa la mayor parte del tiempo sin hacer nada. Me daría tiempo a leer, a intentar terminar la tesis y, de paso, a ganar dinero sin gran esfuerzo. Al cabo de dos semanas me encontraba viajando hasta Bergen en un vuelo regular. Desde allí, un helicóptero  de la compañía me traslado hasta la base en la que pasaría los próximos meses. Mantenerse en aquel islote de hierro y goma fue mucho más difícil de lo que había imaginado desde España. El frío, la soledad, el tiempo infinito, todo se enredaba dentro. Pero estaba allí y tenía una fecha de vuelta, así que cuando la melancolía atacaba, mezclándose con el repicar de las olas contra las grúas, siempre aliviaba un poco el ir tachando el calendario. El tiempo es caprichoso, apenas corre cuando esperas que pase pronto y, aunque hubo que hacer mucho más de lo que pensé al principio, los días parecían meses, los meses años y ni siquiera una estupenda conexión a Internet, que me llevaba a su vera cada vez que quería, conseguía apaciguar la pesadumbre que me producía su ausencia.

Volví un sábado de madrugada. No llevaba más que el equipaje de mano. Del resto de mis cosas se encargaba la compañía y me las enviarían directamente a casa. Carlos había ido a recogerme al aeropuerto. Hicimos todo el camino en silencio, protegidos por la oscuridad de las primeras horas del día. A mí me pesaba el cansancio y a él, creía, la horas de una guardia revuelta. Subió conmigo a casa y mientras vaciaba la bolsa de las cuatro cosas que traía, encendió dos cigarrillos, uno detrás de otro. Había vuelto a fumar y yo ni siquiera lo sabía. Le pedí que se quedara a dormir conmigo, pero me dijo que no. Parecía nervioso, con ganas de marcharse. No había encontrado quien le sustituyera. Insistirle no sirvió de nada. Quedamos en vernos más tarde.

Cuando marchó, abrí la ventana, encendí la radio para escuchar la previsión del tiempo y me tumbé sobre la cama. Qué difícil es deshacerse de las pequeñas rutinas, pensé. Lluvia en la ciudad. Desde mi casa, con la cama en tierra firme, ¿Qué más daba que lloviera o que hiciera sol? Repasé los últimos seis meses, nuestras conversaciones, cada vez más cortas, que se habían excusado por los cortes de conexión, los turnos, los horarios raros y las complicaciones aquí y allí. Tumbada en la cama de siempre ya no había excusas. Marqué su número, quería decirle que le había echado de menos, aunque no lo pareciera, aunque me lo hubiera guardado dentro. Saltó el buzón. Escuché su voz, la de siempre pero diferente. Me tumbé de nuevo, cerré los ojos y su imagen, un poco más difusa, se deslizó hasta dormirme.




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