"¿A qué juega con ese numerito de
sueco depresivo?"
Escucho
el disgusto de alguien que me llama, aunque estoy de vacaciones, pero la
tecnología nos vuelve esclavos y aunque yo sigo con un teléfono antediluviano que
hace las gracias de niños y adolescentes, esta reliquia ha conseguido aislarme
de la mitad del mundo, aunque de vez en cuando aún suena. El monólogo que me
vomitan podría formar parte de una saga de culebrón, pero escucho y callo,
quien llama sólo precisa ser escuchado, desaguarse sobre lo injusta, insensible
y poco delicada que es la vida, tal y como dice. Cuelgo después de un rato con
la sola idea de ir a tomarme un fino para desencallarme y para que la verborrea,
necesitada y galopante, que acabo de recibir no me confunda. La vida no es ni
justa, ni sensible, ni delicada, eso son características solo imputables a los
que andamos sobre dos piernas y casi siempre confundimos unas con otras.
El
disgusto de quien llama no busca una solución (que por otro lado no tengo), sino poder desembarazarse y, como diría aquel, hacer un “pasa la cabra”. La charla, por llamarla de algún modo, me deja con cierto escozor en la lengua y por eso, mientras me arremango porque
no soporto más este calor, tomo cuatro notas sobre lo que me pasa por la
cabeza: sobre la sensibilidad, sobre la delicadeza.
Caminar
por la superficie de las cosas, sin embarrarse en nada, lleva en la mayoría de
ocasiones a confundirse en lo esencial. Por eso no es nada extraño que aquellos
que andan pasando de puntillas por la vida de los demás, con cuatro ideas
confusas, terminen con un lío monumental entre lo que son o quieren ser y cómo actúan. Supongo que es por eso que confunden la delicadeza con la sensibilidad y viceversa. Dos cuestiones que nada
tienen que ver la una con la otra, se miren por dónde se miren.
“Delicadeza”
y “sensibilidad” son dos términos blandos que algunos creen intercambiables
porque piensan que la primera, la delicadeza, es la consecuencia inmediata de la segunda, la sensibilidad. Y
nada más lejos de la realidad. Llorar ante unos fotogramas del cine, pintar con una dulzura extrema, tocar los acordes más tristes del mundo, escribir las más tiernas palabras, no convierten a nadie en nada, ni mucho menos en una persona delicada.
La capacidad de reaccionar a muy pequeñas
cosas, de dejarse llevar por estados de emotivos (casi siempre de poco calado),
sería la definición más cruenta de la sensibilidad, y remarco lo de cruenta porque es a esa a la que me refiero. Y es precisamente ese sensible dejarse ir (manifiestamente compulsivo), lo que lleva a los que gestionan de un modo nefasto su sensibilidad, a una absoluta falta de delicadeza, es decir, a una total falta de atención y
miramiento para con otros, convirtiéndose por arte de birlibirloque en un mal aliado de la discreción y la
empatía.
La
delicadeza es un modo de hacer en el que la sensibilidad casi nunca tiene nada
que ver.
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