Paseábamos
sin prisa, buscando un lugar tranquilo en el que terminar una sobremesa que
se había alargado más de la cuenta. Habíamos desechado un par de bares ruidosos
y aquel, escondido entre las oscuras y húmedas callejuelas que bordean la muralla,
un local casi desvestido pero agradable en apariencia, me pareció un buen sitio
para seguir charlando un poco más sin tener que elevar la voz por encima de
conversaciones ensordecedoras o de los últimos hits musicales. Tras arrugar el
ceño dijo preferir caminar un poco más. Abandonamos el laberinto de la ciudad
vieja y con el relente del mar me confesó que en ese local, aparentemente
cálido, se le heló la sangre cuando, una no muy lejana tarde de enero, le
convirtieron en pura estadística, en pasado más que plusco-imperfecto.
Caminamos
un poco más, con las manos en los bolsillos, escondiendo la barbilla en el
cuello del abrigo. Llegamos al puerto, frente a la torre del reloj, en silencio
ya, y me vino a la cabeza aquel relato que días antes había leído.
“Que
te dejen por otro es un percance muy humano y muy corriente, y no se le debería
dar la mayor importancia, pero precisamente por ser tan habitual resulta
mortificante: devalúa la convivencia de los años pasados y el sentido de los
recuerdos compartidos, y como uno pasa de ser estimado a materia desechable, la
idea de que el abandonado se había hecho de sí mismo y también la imagen mental
del que le deja se degrada. Es una devaluación extrema de la moneda personal. Le
saca a uno de su presuntuosa, pretendida particularidad protagonista y lo
arroja al montón de lo igual que todos, lo común y corriente; lo rebaja a cifra
estadística”.
No dije nada. Caminamos callados, en silencio, sólo se escuchaba nuestra respiración y el lejano rumor de la ciudad.
También cuando no te dejan hay alguna estadística de futuros imperfectos.
ResponderEliminarBuen texto, me parece.
Un abrazo
Seguro que también hay alguna estadística de eso. Seguro. Bss
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