Es hora de volver a casa. Todo está donde debe estar, al menos en apariencia. Puedo ir caminando, no hace un frío excesivo y no me vendría mal estirar las piernas. Pero la distancia no es corta y la jornada ha sido demasiado larga, pesada, mentalmente agotadora, y aunque mis pies nada tienen que ver con mi maltrecha cabeza, la decisión está tomada. Me encamino hacia la boca de metro más próxima.
La modificación de la red de transportes urbanos y el mareo
impertinente al que sucumbo en cuanto pongo el billete en la máquina canceladora
y el conductor desembraga, han provocado
un cambio en mis rutinas. De momento, mientras el alcalde soluciona las nuevas combinaciones
metropolitanas y la que suscribe encuentra
una salida para su descalabrado organismo, abandono por un tiempo los autobuses
y me convierto, como cientos de miles más, en un topo malherido que, atravesando
túneles y pasillos, va del nido a la despensa y viceversa.
Así que atravieso la plaza sorteando a los patinadores
que la pueblan a estas horas, y mientras bajo por las escaleras que deben
llevarme a las entrañas de la tierra prometida, Bob Dylan, como un fenómeno
extraño, reverbera en directo hasta
convertirse en un eco profundo que se expande por toda la línea violeta. Busco con la vista y el oído. Al fondo, apostado contra la pared, un tipo
flaco, casi gris, sostiene en un difícil equilibrio una guitarra y una armónica. Canta como si fuera el mismísimo Dylan.
Pero esto no es Nueva York, sólo es la Plaza Universidad; ni quien canta,
el poeta de Minnesota, aunque por una milésima de segundo, frente al torno, me lo
parezca.
Ésta no es más que
una ciudad de provincias de la que a menudo esperamos más de lo que recibimos y
nosotros, las hormigas obreras de un sistema que nos agota. Pero hay momentos
prodigiosos, por escasos, por agradecidos e inesperados. Una armónica
acompañada de una guitarra anónima y una voz quebrada, te puede devolver el
ánimo que la vida te arranca a dentelladas en cuanto te descuidas.
Llega mi tren, ya es el tercero de esta noche. No creo en las casualidades. Mañana tampoco
volveré andando a casa.
Bob Dylan -
No está mal caminar.
ResponderEliminarPequeñito y bueno.
Un abrazo.
Caminar es estupendo. Besos Kenit
ResponderEliminarAllí sigo yo también, en el mismo andén. Llevo ya veintitrés años escuchando Hurricane, mientras pasan los trenes que nunca cogeré.
ResponderEliminarExcelente. Un abrazo.
Un abrazo Amando
ResponderEliminar...No, no vayas andando: el ritmo de los vagones es el ritmo perfecto para las armónicas y las guitarras anónimas y las gargantas quebradas...
ResponderEliminar;-)
También lo creo yo, es estupendo cerrar la jornada así :)
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