domingo, 1 de septiembre de 2019

SIN CONTESTADOR


El final de la negra noche es blanco.
Proverbio afgano




Me gustó. Habíamos hablado por teléfono unas cuantas veces y cruzado cientos de mensajes en las últimas cuatro semanas. No nos habíamos visto, ni había intención de hacerlo, ni por su parte ni por la mía. Pero me gustaba. Era irracional y lo sabía. Oculté a todos la existencia de aquel sujeto que me tenía pendiente del teléfono. Le puse un tono especial a su número y con el primer timbrazo se me desbocaba el corazón. No podía ponerle cara y, extrañamente, tampoco tenía mucho interés en desvelar cómo era aquel que estaba al otro lado de aquella voz modulada, de aquellos mensajes escritos de una manera pulcra que desvelaban una personalidad cuidadosa, casi rayando el perfeccionismo. Nada de emoticones, nada de contracciones, ni palabras ahorrado letras por todas partes. Establecimos una rutina que se mantuvo durante aquellas semanas. De lunes a viernes conversaciones en turno de mañana, tarde y noche; y los fines de semana un silencio sepulcral que solo se alteraba con simple “Que sueñes bonito”, los domingos por la noche. Pronto me encontré embrollada en una historia extraña y empecé a imaginar quién podría encontrarse detrás de aquel que por casualidad había errando llamando al número de una desconocida y que como por arte de magia se había convertido en un imprescindible. Cuestionarse la cordura y la necesidad de alterar la vida por algo tan extraño como entablar conversaciones, a veces kilométricas, con un desconocido, tampoco era tan extraño. Por eso la inquietud no tardó en presentarse, como tampoco tardó la necesidad de más, porque aquellas charlas se habían convertido en una especie de droga que empujaba los días hacia arriba o hacia abajo en función de la arbitrariedad de mi  propia necesidad, de lo patas arriba que lo estaba poniendo todo. 
El resultado de todo aquello se veía venir. El desastre podía intuirse desde el mismo momento en que cancelé una reunión para poder seguir conversando con un extraño. Un viernes nos despedimos como todos los anteriores, nos deseamos unas felices jornadas de descanso, conminándonos a tenernos presente. Llegó el lunes y pasó con el mensaje enlatado de que aquel número estaba apagado o fuera de cobertura. Y llegó el martes, el miércoles e incluso el jueves y el viernes. Y paso el fin de semana y, de nuevo, la nada. Y de ahí al desconcierto, a la rabia y a la preocupación, pasado por la tristeza y vuelta a empezar. Pasaron las semanas y un vacío, que nunca había sentido antes, se me instaló dentro. Se había desvaneció. A los meses, conteniendo las ganas de realizar una última llamada, borré su número de teléfono, pero un agujero negro, enorme como una maldita eternidad, quedó instalado dentro.


1 comentario:

  1. La razón de un desastre. Qué situaciones tan irreales y esquizoides. Es el nuevo mundo. Tan extraño.
    Genial relato, Anita.

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