El final de la negra noche es blanco.
Proverbio afgano
Me gustó. Habíamos hablado por
teléfono unas cuantas veces y cruzado cientos de mensajes en las últimas cuatro
semanas. No nos habíamos visto, ni había intención de hacerlo, ni por su
parte ni por la mía. Pero me gustaba. Era irracional y lo sabía. Oculté a todos
la existencia de aquel sujeto que me tenía pendiente del teléfono. Le puse un
tono especial a su número y con el primer timbrazo se me desbocaba el corazón.
No podía ponerle cara y, extrañamente, tampoco tenía mucho interés en desvelar cómo
era aquel que estaba al otro lado de aquella voz modulada, de aquellos mensajes escritos
de una manera pulcra que desvelaban una personalidad cuidadosa, casi rayando el
perfeccionismo. Nada de emoticones, nada de contracciones, ni palabras ahorrado
letras por todas partes. Establecimos una rutina que se mantuvo durante aquellas semanas. De lunes a viernes conversaciones en turno de mañana, tarde y noche; y los fines de semana un silencio sepulcral que solo se alteraba con simple “Que sueñes
bonito”, los domingos por la noche. Pronto me encontré embrollada en una
historia extraña y empecé a imaginar quién podría encontrarse detrás de aquel que por casualidad había errando llamando al número de una desconocida y que
como por arte de magia se había convertido en un imprescindible. Cuestionarse
la cordura y la necesidad de alterar la vida por algo tan extraño como entablar
conversaciones, a veces kilométricas, con un desconocido, tampoco era tan extraño.
Por eso la inquietud no tardó en presentarse, como tampoco tardó la necesidad de más, porque aquellas charlas se habían convertido en una especie de droga que empujaba los días
hacia arriba o hacia abajo en función de la arbitrariedad de mi propia necesidad, de lo patas arriba que lo estaba poniendo todo.
El resultado de todo aquello se veía venir. El desastre podía intuirse desde el
mismo momento en que cancelé una reunión para poder seguir conversando con un
extraño. Un viernes nos despedimos como todos los anteriores, nos deseamos unas
felices jornadas de descanso, conminándonos a tenernos presente. Llegó el
lunes y pasó con el mensaje enlatado de que aquel
número estaba apagado o fuera de cobertura. Y llegó el martes, el miércoles e
incluso el jueves y el viernes. Y paso el fin de semana y, de nuevo, la nada. Y de ahí al desconcierto, a la rabia y a la preocupación, pasado por
la tristeza y vuelta a empezar. Pasaron las semanas y un vacío, que nunca había
sentido antes, se me instaló dentro. Se había desvaneció. A los meses, conteniendo las ganas de realizar una última llamada, borré
su número de teléfono, pero un agujero negro, enorme como una maldita eternidad, quedó instalado dentro.
La razón de un desastre. Qué situaciones tan irreales y esquizoides. Es el nuevo mundo. Tan extraño.
ResponderEliminarGenial relato, Anita.