—El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio.
Italo Calvino. Las ciudades invisibles
Dicen
que Charles
Maurice de Talleyrad quería el café “Negro como el diablo. Caliente
como el infierno. Puro como un ángel. Dulce como el amor”. No seré yo quien diga
que un buen café no deba reunir todas esas características para ser perfecto,
pero una, que es mucho menos exigente que el Sr. Talleyrad, se conforma con que
no sea excesivamente malo, que se acompañe de un buen vaso de agua y que, a ser
posible y si no hay de reclusión personal, se aderece de una buena conversación. Puede
que de entre todos los requisitos que señalo, para mi complacencia, prefiera el que va acompañado de una conversación
amable, distendida y lo suficientemente interesante como para que el inicial
café extienda la tarde y lo multiplique, convirtiendo aquel inicial café en un par de ellos que, a su vez, encierren la promesa no dicha de ir aumentado, exponencialmente, si la cosa se da bien. Porque cuando la cosa fluye, de café en café, de tertulia en tertulia, el bebedizo se convierte casi siempre
en la excusa de un encuentro del que siempre hay ganas. Y ahí está la gracia de todo, en la compañía. Por eso, aunque
el café sepa a aguachirri, si se adereza con un buen interlocutor, el bebedizo quedará olvidado en alguna de la cuatro esquinas de la mesa, sin que ese café excusa le importe a nadie y la conversación se convierta en lo fundamental.
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