Me he sentado a la sombra en un
velador. No tengo prisa y estoy cansada. Sigo el curso de una conversación
ajena como el que no quiere la cosa. No me cuesta nada engancharme e intervenir
de manera silenciosa sin que nadie me lo pida. Hablan de lenguas, de respeto, en
un discurso que parece más aprehendido que personalmente elaborado. Ahí quiero
colarles una cuña de persona totalmente bilingüe, pero me mantengo en silencio,
aunque el tema lo tengo claro. Las lenguas sirven para comunicarse
y la utilización de una, de común conocimiento, no desmerece la que no utilizan
porque alguno de los partícipes no la conoce. Respeto, pues eso. Sin embargo, los vecinos de mesa, por un momento, casi parecen batirse en un duelo que abandonan en
cuanto pasan unos tipos con unas maletas enormes, y se traslada a la gentrificación, al aburguesamiento de la ciudad. Me caigo de la conversación y pienso que esas maletas gigantes parecen trasladar toda una vida que tiene que empezar de nuevo. Vuelvo a la tierra y cambian las tornas. La conversación se traslada a sus
próximos destinos de vacaciones y el precio de los billetes de avión. Volar es
relativamente económico y llegar a cualquier lugar del mundo ya no es un imposible si se planifica bien. Uno de ellos habla de quedarse en casa porque las
posibilidades de viajar sin que te atraquen, te peguen un tiro, te veas
envuelto en un altercado o incluso que te secuestren, son cada vez menores. Se
me arquea la ceja sin querer y empiezo a remover el café muy poquito a poco. Para conocer mundo ya no hace falta desplazarse.
Todo está en internet. Casi le añado que también en “Callejeros viajeros” o en
“Madrileños por el mundo”, pero que no es lo mismo. Pensar de ese
modo tiene un enorme parecido con querer tomarse un zumo de naranja natural y
beberse un refresco de sabor anaranjado. El más vehemente de los cuatro sigue defendiendo que desplazarse para conocer el mundo es un atraso total; otro insiste en que viajar no es
solo ver piedras, o monumentos extraordinarios, es algo más. Estoy de acuerdo. He tenido la enorme suerte de haber viajado mucho,
incluso a lugares que ya no se aguantan de pie. Me he mezclado con personas con las que no me
entendía, ni ellos a mí, pero la hospitalidad es un valor universal. La memoria
de Google se encarga cada día de recordármelo, cuando a mí se me olvida, y hoy mismo me recuerda que hace mil años estuve en Damasco, muchos años antes de la guerra, intentando encontrar la casa la
familia de un buen amigo que vivía en el barrio cristiano cerca de donde San
Pablo se cayó de su caballo. El mundo era otro, nosotros también. Ahora, ya ensimismada en la memoria artificial
de mi móvil, pierdo el hilo de la conversación ajena que ha dejado de interesarme.
Dejo en el platillo unas monedas y me voy. Todo está al alcance de casi todos en esta
parte del mundo. Pero entre una punta y la otra de ese todo, se ha abierto una
sima infinita, casi imposible de salvar, que no siempre tiene que ver con la
distancia. Camino despacio porque hace un día estupendo. Vale la pena respirar
hondo y seguir.
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