Quien abusa amparándose en la fatalidad de la vida o del propio carácter, una hora o un año después se verá atacado en nombre de las mismas inefables razones. Lo mismo sucede con los pueblos, con sus virtudes, sus caídas y sus apogeos.
Claudio Magris
Hablo con mi madre por teléfono, le pregunto qué tal va todo, que cómo lleva estos días. Me dice que bien desde que no enciende el televisor y que me cuelga porque ha quedado para dar una vuelta. Concluyo que es verdad que todo está bien, incluso lo del televisor.
Mi madre, que nació con la guerra
civil, dice no entender nada de lo que ocurre en estos tiempos y ella, buscando
una excusa, lo achaca a su edad. Pero las dos sabemos que nada tiene que ver
con eso, sino con la imbecilidad y el disloque que va ganando la partida a
pasos agigantados. Un viaje con difícil retorno.
La verborrea inútil y los gestos grandilocuentes pero vacíos son lo que ahora se lleva, aunque en
ellos no haya ni una onza de sentido común, ni de mínima reflexión. En la
cúspide de la estupidez, del decir cosas por decir, esta semana se lleva la
palma la ministra de igualdad por las declaraciones en las que entre otras
cosas se pregunta: «¿Existen los
hombres y las mujeres? ¿Qué es ser hombre y mujer? ¿Cuánta talla de pecho
tenemos que tener para ser hombre o mujer?».
Una no
puede por menos que abrir mucho los ojos e intentar que no se salgan de sus órbitas porque tamaña idiotez no puede ser cierta. Pero tristemente, lo es y no está descontextualizado. La entrevista no tiene desperdicio. Si hay algo que no provoca duda alguna es que, aquí y en Pekín, existen los
hombres y existen las mujeres; y que escoger la talla de sujetador como criterio para determinar el sexo de una persona, como parece desprenderse de la
declaración ministerial, es, además de ridículo, poner en
evidencia las pocas luces de quien siquiera se lo plantee.
Es
necesario que la sociedad haga una reflexión profunda sobre qué es lo que
queremos, qué necesitamos, hacia dónde nos dirigirnos y si queremos que al frente de las instituciones
se encuentren personas formadas, que gobiernen para todos y faciliten la vida de
los ciudadanos con independencia de la ideología, o si preferimos charlatanes que, a fuerza de intentar hilvanar
teorías que ni ellos comprenden, nos lleven ante paradojas como la que la ministra,
sin rubor, nos plantea.
Hacer el ridículo, cuando hablamos de la gestión y
gobierno de un país, es inadmisible. Como también lo es arrastrar hasta el
desagüe el respeto por los puestos que ocupan que, además, nos salen por un ojo
de la cara. Gobernar requiere ciencia y consciencia. Es difícil. Cerrar la boca y ser prudente, no tanto.
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