miércoles, 6 de diciembre de 2023

DIEZ HORAS Y MEDIA

 

Llevo diez horas y media en la sala de espera de un gran hospital público. El tiempo de espera va subiendo de manera exponencial a medida que pasa el tiempo que se supone debía de reducir la espera que  empezó siendo de seis horas. No podía imaginar que mi puente iba a empezar así. Pero me sostengo a base de dosificar el optimismo al pensar que estamos así para ir a mejor. El optimismo del idiota esperanzado, no lo niego. Aquí todos estamos pendientes, todos esperamos toqueteando los teléfonos móviles para anestesiar la espera. Las app también han llegado a las urgencias hospitalarias para entretenerse activándolas, una y otra vez, como si de verdad hicieran un seguimiento en tiempo real del paso del paciente por urgencias. Una mentira más con la que nos miente la tecnología.

Las horas empiezan a pesar y ya queda poco por descubrir en esta sala. Tiene forma de L. En uno de los extremos estamos los familiares y acompañantes; en el otro, gente de la calle que ha encontrado en este 365/24 un lugar en el que pasar la noche alejados del peligro, cerca de un baño con agua y de enchufes en los que recargar el móvil. Al principio no me he dado cuenta, quizá porque andaba muy metida en lo mío, con la preocupación a cuestas del que llega por necesidad y sin saber nada. Pasan los vigilantes de seguridad y nos miran, les miran. Controlan y se van haciendo la vista gorda dejando a los durmientes haciendo su noche particular y a los demás, apesadumbrados en una vigilia nada querida.

Tengo sueño, mucho. Tengo frío, bastante y tengo miedo. Quiero escuchar el “familiares de…” para poder gestionar la incerteza; para poder dejar de mirar con asombro al otro lado de esta sala; para saber qué más allá de los puentes rotos, del sueño que aprieta, de la enfermedad y de la tristeza, existe una casa caliente, mi casa, que me espera como refugio en todos los sentidos.


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