Llevan semanas prediciendo mal tiempo,
pero a la gente le da igual. No hay virus que pare las ganas de salir corriendo
y los que han podido han liado el petate y cogido carretera y manta. Pero
otros, quizá los extremadamente cobardones y pelados, nos hemos quedado en casa manteniendo
la distancia de seguridad, la mascarilla y las burbujas que, de tanto cambio
normativo, ya no se sabe si son de cuatro o de cincuenta y cuatro. Por suerte nos
quedan las cafeterías abiertas y algunas terrazas en las que se puede desayunar, con el
permiso de la autorizad incompetente. Es pronto, ni siquiera son las nueve, pero unos cuantos parroquianos, que
sufrimos las secuelas de aquel temor que impuso el cierre de las cafeterías antes de las diez, ocupamos las mesa de aforo limitado antes de quedarnos sin ellas. Un café, un agua y un croissant.
Más o menos lo de siempre. Al otro lado del mostrador, una señora pide un café
con leche, tres azucarillos y un brioche. Todo para llevar. Pienso que la cosa
de las restricciones ha impuesto la moda del “Take away” que tanta gracia nos
hacía cuando lo veíamos por ahí y que ahora, siguiendo con la desgracia, nos da
tres patadas. El “para llevar” implica vaso
de cartón, cucharilla de plástico y un sobre de papel con el bollo que la dependienta
coloca en una bandeja de plástico que la mujer coge con cuidado y que lleva a una
mesa al final del local, frente al ventanal. Abre una bolsa de tela que colgaba de su brazo y saca
un vaso de cristal, una cucharilla, un plato pequeño y empieza por verter el café con leche en el vaso, el brioche en el plato y todos los envoltorios
los amontona en la bandeja que arrincona en la esquina de la mesa. Casi espero
que saque una servilleta de tela o algo parecido, pero no. Me viene a la cabeza aquella película en la
que un Jack Nicholson trastornado mareaba a una camarera con sus manías y sus
cosas. Le doy un par de vueltas a mi café que se enfría en una tacita de loza.
Empieza a llover y un viento del carajo arrastra unas cuantas hojas secas que
golpean contra el cristal. La mujer sigue desayunando, sostiene en la mano una novela de tapa blanda que lee sin importarle ni ocho, ni ochenta y ocho, que me tenga atrapada. Me intriga lo que hará
cuando acabe pero dejo de mirarla, aunque de vez en cuando alzo un poco la vista por encima de las gafas para ver si sigue allí. No somos nada, escucho al vecino de mesa y pienso que eso no es
verdad. Somos tela marinera.
Hay cosas extraordinarias. El Take away, que más o menos quiere decir llevar algo, pero también se usa para, más o menos, indicar que uno no quiere irse sólo.
ResponderEliminarMe gusta. Esa idea de no querer irse solo aunque digamos que sí, o que nos da igual, al final siempre necesitamos algo o a alguien.
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