domingo, 11 de marzo de 2018

VASOS DE CRISTAL


En este lugar sin sombras ni horizontes todos hablan un idioma distinto y, sin embargo, se entienden.
Sergi Pàmies





Mientras recogía las cuatro cosas que me quedaban, me dio por pensar en cuantos de mis compañeros, que ahora asistían mudos a mi marcha forzosa, continuarían allí el próximo año. Inmediatamente descarté seguir ocupando mi cabeza en aquello que, en realidad, no me importaba y me concentré en intentar no olvidar nada porque, una vez subiera en el ascensor de la planta 43, ya no volvería jamás. Revolví los cajones, miré por las estanterías y puse en una caja de cartón cuatro cosas que podía tirar en el primer contenedor que encontrara nada más pisar la calle. Poco se puede salvar de un naufragio laboral salvo la taza llevada de casa, recuerdo de Estocolmo, y el cactus que engullía  las radiaciones de tanto ordenador conectado. Poca cosa y muy poco práctica, pero no quería dejarles ni el resto de mi sombra. Fue cuestión de unos minutos recolocarlo todo. Me alisé la falda, me recogí el mechón del flequillo con una horquilla y cruce la planta sin decir adiós a nadie. Las despedidas solo valen la pena cuando le dices adiós a algo que importa, y a mí todo aquello había dejado de importarme hacía demasiado. Supongo que por eso les fue sencillo decidir quién de todos nosotros encabezaría el desfile. Al salir, el portero me saludó inclinando la cabeza. Le entregué el cactus y le deseé la mejor de las suertes.  Caminé hasta la esquina, abrí el contenedor y me deshice, sin reciclar, de la taza, de los cuadernos y unos cuantos bolígrafos de la compañía. Miré el reloj, eran las diez, me daba tiempo a llegar a casa, tomarme un café en un vaso de los de toda la vida y hacer la cama.





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