En este lugar sin sombras ni horizontes todos hablan un idioma distinto y, sin embargo, se entienden.
Sergi Pàmies
Mientras recogía las cuatro cosas que me quedaban, me dio por
pensar en cuantos de mis compañeros, que ahora asistían mudos a mi marcha
forzosa, continuarían allí el próximo año. Inmediatamente descarté seguir
ocupando mi cabeza en aquello que, en realidad, no me importaba y me concentré en
intentar no olvidar nada porque, una vez subiera en el ascensor de la planta 43, ya no volvería jamás. Revolví los cajones, miré por las estanterías y puse en
una caja de cartón cuatro cosas que podía tirar en el primer contenedor que
encontrara nada más pisar la calle. Poco se puede salvar de un naufragio
laboral salvo la taza llevada de casa, recuerdo de Estocolmo, y el cactus que engullía
las radiaciones de tanto ordenador
conectado. Poca cosa y muy poco práctica, pero no quería dejarles ni el resto
de mi sombra. Fue cuestión de unos minutos recolocarlo todo. Me alisé la falda, me recogí el mechón del flequillo con una horquilla y cruce la planta sin decir adiós a nadie. Las despedidas solo valen la pena
cuando le dices adiós a algo que importa, y a mí todo aquello había dejado de
importarme hacía demasiado. Supongo que por eso les fue sencillo decidir quién
de todos nosotros encabezaría el desfile. Al salir, el portero me saludó
inclinando la cabeza. Le entregué el cactus y le deseé la mejor de las
suertes. Caminé hasta la esquina, abrí
el contenedor y me deshice, sin reciclar, de la taza, de los cuadernos y unos
cuantos bolígrafos de la compañía. Miré el reloj, eran las diez, me daba tiempo
a llegar a casa, tomarme un café en un vaso de los de toda
la vida y hacer la cama.
A los cactus no los mata nada.
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