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domingo, 16 de febrero de 2020

LAST CALL


Escribo para que el agua envenenada pueda beberse

Chantal Maillard, Matar a Platón




Trabaja maquillando muertos, arreglándolos para que tenga un aspecto digno en su último viaje. Se esmera para que no parezcan demasiado distintos lo que él cree que fueron en vida. Y lo hace sobre una impresión porque no los conoce de nada, sobre la imagen que inventa mientras les examina con cuidado y recorre con la vista los surcos de la piel ya seca. La muerte no siempre respeta y tiene que rescatar una imagen para el último instante. Se esfuerza en dejarlos serenos para que a aquellos que los quisieron les quede el consuelo de que tal vez, en el último momento, no sufrieron. Aunque se engañen con eso. Aunque alguno piense que la carcasa ya no importa. Intenta neutralizar la asepsia de la muerte y la resaca diferida para el que queda. Esa es su tarea.
Había llegado a la ciudad hacía unos meses. Dormía de prestado en el sofá de una prima lejana y los pocos ahorros habían ido menguando hasta desaparecer. A diario, después de recoger el comedor, ponía sus cosas sobre la mesa del comedor y contaba la calderilla que llevaba encima y guardaba en el bolsillo la justa para ir desde el extrarradio al centro de la ciudad. Recorría los comercios, las agencias de trabajo repartiendo su currículum. Los dejaba por todas partes. Pero por dentro los resumía como experiencia anodina y necesidad a raudales.
A media mañana se paraba en cualquier banco y comía a pellizcos un trozo de bizcocho que preparaba durante el fin de semana. Respiraba, anotaba las calles por las que había pasado y volvía a casa caminando, gastando zapato y ahorrando las pocas monedas, que revolvía en el bolsillo cuando sentía la tentación de tomarse un café que no se podía permitir. Un extra de café con leche suponía dos trayectos a pie, cargar con la mala conciencia y la condena de atravesar un bache que ya duraba demasiado.
El día que le ofrecieron aquel trabajo de asistente de un tanatopráctico no se lo pensó. Sin saber demasiado bien lo que era, ni lo que tendría que hacer, aceptó. Necesitaba dinero y aquel trabajo de muertos, aunque sonara casi como una gracia, le devolvería la vida que tenía aparcada por ahí.
Acudió a la entrevista de punto en blanco. La cita era en unas oficinas en la zona de la Castellana, un edificio acristalado tan impersonal como enorme. Llego media hora antes y, por no gastar, se sentó en la recepción esperando de la planta baja a esperar a la hora antes de subir. Leyó el panel de información: tres auditoras, una financiera, dos despachos de abogados de renombre, una consulta médica y las oficinas en las que había sido citada.  Se había vestido a conciencia, con cierto rigor. Una chaqueta negra conjuntada con el único vaquero decente que el quedaba y el pelo rojo recogido en una coleta alta.  Estiró la manga hasta cubrir el tatuaje que le recorría las muñecas.  A los muertos no les importa nada el aspecto con el que uno se presenta, pero al vivo que los gestiona seguro que sí. A la hora subió, miró a su alrededor mientras una secretaria le tomada sus datos. Una decena de personas esperaban la misma entrevista, con la ropa y los zapatos tan gastados que alguien habría podido pensar que ese era uno de los requisitos para acceder a aquella cita.
Entró la quinta. Salió con el trabajo y con el corazón vuelto entro en el bar de la esquina, deshacerse la coleta y pedir un café con leche con un cruasán. Nunca los muertos le parecieron algo tan de agradecer.
Su relación con la muerte había sido lejana. El fallecimiento de su abuelo, el único que conoció, le cogió en Holanda saltando de piso en piso, de comuna en comuna, persiguiendo a aquel tipo que le costó una crisis nerviosa. Su primo Juan se lo quitó de en medio una sobredosis un verano tonto de Madrid, apenas le recordaba. Sus muertos eran pocos y poco relevantes. Nada se había movido con la desaparición de ninguno de ello. Ni una diminuta sacudida en su existencia. La nada más absoluta.
Al siguiente lunes, al llegar se abotonó la bata, abrió la pomada y se la frotó bajo la nariz, como le habían explicado. Era su primer día de trabajo. Sobre la camilla le esperaba una criatura de unos tres años, unas costuras le recorrían el pecho. Se había ahogado hacía dos días,no le contaron nada más, no necesitaba saber nada más. Se lo adjudicaron porque sobre la mesa todos los muertos son cuerpos por igual y los niños, sin las huellas del paso del tiempo, siempre son más sencillos de arreglar. Se rompió por dentro.



domingo, 11 de marzo de 2018

VASOS DE CRISTAL


En este lugar sin sombras ni horizontes todos hablan un idioma distinto y, sin embargo, se entienden.
Sergi Pàmies





Mientras recogía las cuatro cosas que me quedaban, me dio por pensar en cuantos de mis compañeros, que ahora asistían mudos a mi marcha forzosa, continuarían allí el próximo año. Inmediatamente descarté seguir ocupando mi cabeza en aquello que, en realidad, no me importaba y me concentré en intentar no olvidar nada porque, una vez subiera en el ascensor de la planta 43, ya no volvería jamás. Revolví los cajones, miré por las estanterías y puse en una caja de cartón cuatro cosas que podía tirar en el primer contenedor que encontrara nada más pisar la calle. Poco se puede salvar de un naufragio laboral salvo la taza llevada de casa, recuerdo de Estocolmo, y el cactus que engullía  las radiaciones de tanto ordenador conectado. Poca cosa y muy poco práctica, pero no quería dejarles ni el resto de mi sombra. Fue cuestión de unos minutos recolocarlo todo. Me alisé la falda, me recogí el mechón del flequillo con una horquilla y cruce la planta sin decir adiós a nadie. Las despedidas solo valen la pena cuando le dices adiós a algo que importa, y a mí todo aquello había dejado de importarme hacía demasiado. Supongo que por eso les fue sencillo decidir quién de todos nosotros encabezaría el desfile. Al salir, el portero me saludó inclinando la cabeza. Le entregué el cactus y le deseé la mejor de las suertes.  Caminé hasta la esquina, abrí el contenedor y me deshice, sin reciclar, de la taza, de los cuadernos y unos cuantos bolígrafos de la compañía. Miré el reloj, eran las diez, me daba tiempo a llegar a casa, tomarme un café en un vaso de los de toda la vida y hacer la cama.





martes, 14 de julio de 2015

HACHE



 No creas nada de lo que oigas y ni la mitad de lo que veas.” 
Los Soprano



Echarte de menos se escribe sin hache pero, de un modo irracional, absurdo, acabo echando de menos esa hache en la que te he convertido, que no casa con absolutamente nada porque no deja de ser un error superlativo. Un error pluscuamperfecto por el que a veces me relamo el dedo, y por el que otras, con ese mismo dedo, te apunto para disparar con fuego muerto.


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domingo, 12 de julio de 2015

DIARIO 2.0



«Lia lo abrazaba con una palabra, una mirada. Le había abierto el cielo gris,  
la luz se derramaba.  Siempre nos salva un accidente. 
Una persona  a quien jamás hemos visto.»
James Salter



«Tiene un mensaje nuevo». Borro, sin escucharlo, nada más ver su remitente. El pasado tiene nombre antiguo y marida mal con los domingos de café y croissant.

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Moda entre las modas, tatuajes absurdos convertidos en condenas anticipadas que muchos arrastrarán de por vida, maldiciendo el momento en que decidieron convertir su cuerpo en un collage que en verano se airea, con algo de vergüenza, para mayor gloria de las clínicas láser que en septiembre harán su verano a costa de achicharrar el momento esclavo que tuvo más de uno y más de dos. La playa es un escenario excepcional.

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Recibo un ingreso en cuenta. Son los euros devueltos del concierto que canceló Melody Gardot hace unos días Mi gozo en un pozo y los números rojo se transforman, gracias a ellos, en paupérrimos a mitad de mes. Podría gritar un hurra, pero sin demasiado apasionamiento. Fue el embrujo de París, seguro.

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Si su sexo es tan bueno como su lengua, alguien debería ponerle un altar, o invitarle a cenar alentado por un final feliz. No cada día se encuentra a alguien que conjugue con tamaña precisión, ni con el aliento dulzón de las promesas pendientes.

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¿Puedes afirmar que desde el punto de vista humano todo transcurre muy deprisa? Desde nuestro punto de vista, que anda un tanto perjudicado, la humanidad es lenta y perezosa. 

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El amor es un ejercicio legítimo de egolatría, aunque no lo parezca, y un subidón para tu contrario. 


domingo, 29 de junio de 2014

FUERA DE AQUÍ


Hay que darle un sentido a la vida, por el hecho mismo de que carece de sentido.

A las cuatro de la mañana, después de haber sudado tanto que apenas me quedaba  sola gota de vida, pensé que había llegado la hora de saltar por la ventana del dormitorio. Pero aquella idea tragicómica que me rondaba desde hacía varias noches, siempre sobre la misma hora, no contaba con un inconveniente nada insignificante.  Años atrás, con la felicidad roída de los primeros años de convivencia, instalamos un sofisticado sistema de seguridad que debía preservarnos de los malos. La falta de medios de entonces, y una cierta tendencia al desastre que nunca corregimos, terminó en unos cuantos barrotes sujetos al hueco de la ventana con una mezcla de cemento y silicona. Pero cuando ya no quedan restos de aquella precaria gloria, aquella reja improvisada es un contundente argumento disuasorio para poner fin a tantos días de canícula nocturna y de horas fulminadas por el insomnio; tan disuasorio como lo es el vivir en la planta baja de un bloque de apartamentos.

Me levanté arrastrando los pies, cerrando de portazo el baño y subí el volumen del transistor. Mientras vaciaba la vejiga, supe que en el otro lado del mundo un gol había desatado la ira de unos cuantos que habían arrasado la ciudad y vaciado los escaparates de los comercios de televisores, DVDs, cremas anticelulíticas y pantalones vaqueros. 

Calenté un vaso de leche que no iba tomar y pensé que de seguir las cosas de ese modo, debía apagar la radio (nunca me gustó el fútbol, ni las obligaciones cosméticas), subir al terrado y saltar desde allí, simulando un suicido sonámbulo. Mientras mordisqueaba una rosquilla herencia de las navidades pasadas, medité sobre la conveniencia de cambiarme las bragas que durante las primera horas del sueño quedaron demasiado húmedas, y ponerme un sujetador bajo la camiseta que utilizo para dormir y con la que pensaba subir a la azotea. Las erudiciones maternas sobre las conveniencias higiénicas y estéticas, a la hora de la verdad, no se olvidan nunca, ni siquiera cuando estás desbordado por el asfixiante calor del vecino Mediterráneo que te gira la cabeza.

Quizá fue el influjo de la ropa interior limpia, pero algo parecido a un pensamiento positivo se presentó sin pedir hora y me encontré buscando un martillo y un destornillador que dejé sobre la repisa de la ventana, antes de volver a la cama, y que pensaba poner en marcha tan pronto como por la radio anunciaran el estado de la circulación de la M40.




Fotografía Harry Gruyaert