Hay que darle un sentido a la vida, por el hecho mismo de que carece de sentido.
A las cuatro de la mañana, después
de haber sudado tanto que apenas me quedaba
sola gota de vida, pensé que había llegado la hora de saltar por la
ventana del dormitorio. Pero aquella idea tragicómica que me rondaba desde
hacía varias noches, siempre sobre la misma hora, no contaba con un
inconveniente nada insignificante. Años atrás,
con la felicidad roída de los primeros años de convivencia, instalamos un sofisticado
sistema de seguridad que debía preservarnos de los malos. La falta de medios de
entonces, y una cierta tendencia al desastre que nunca corregimos, terminó en unos
cuantos barrotes sujetos al hueco de la ventana con una mezcla de cemento y silicona. Pero cuando
ya no quedan restos de aquella precaria gloria, aquella reja improvisada es un contundente
argumento disuasorio para poner fin a tantos días de canícula nocturna y de horas
fulminadas por el insomnio; tan disuasorio como lo es el vivir en la planta baja de un bloque
de apartamentos.
Me levanté arrastrando los pies,
cerrando de portazo el baño y subí el volumen del transistor. Mientras vaciaba
la vejiga, supe que en el otro lado del mundo un gol había desatado la ira de unos
cuantos que habían arrasado la ciudad y vaciado los escaparates de los comercios de televisores,
DVDs, cremas anticelulíticas y pantalones vaqueros.
Calenté un vaso de leche que no iba
tomar y pensé que de seguir las cosas de ese modo, debía apagar la radio (nunca
me gustó el fútbol, ni las obligaciones cosméticas), subir al terrado y saltar desde allí, simulando un suicido
sonámbulo. Mientras mordisqueaba una rosquilla herencia de las navidades
pasadas, medité sobre la conveniencia de cambiarme las bragas que durante las
primera horas del sueño quedaron demasiado húmedas, y ponerme un sujetador bajo
la camiseta que utilizo para dormir y con la que pensaba subir a la azotea.
Las erudiciones maternas sobre las conveniencias higiénicas y estéticas, a la
hora de la verdad, no se olvidan nunca, ni siquiera cuando estás desbordado por
el asfixiante calor del vecino Mediterráneo que te gira la cabeza.
Quizá fue el influjo de la ropa interior limpia,
pero algo parecido a un pensamiento positivo se presentó sin pedir hora y me
encontré buscando un martillo y un
destornillador que dejé sobre la repisa de la ventana, antes de volver a la cama, y que pensaba
poner en marcha tan pronto como por la radio anunciaran el estado de la
circulación de la M40.
Fotografía Harry Gruyaert
por el fútbol me abandonas, qué tétrico, sí.
ResponderEliminarPor cierto, nunca se te ocurra subir en sujetador a la azotea, hay mucho sátiro.
Un abrazo.