"La sabiduría suprema es tener sueños bastante grandes
para no perderlos de vista mientras se persiguen".
Solo el agua que se acumula en las aceras parece real. Sin terminar de acostumbrarnos al sofocante junio mediterráneo, la brisa nos permite adormecernos. Las nubes empezaron a despejar hace ya algún rato y el sol amaga tímidamente cuando debe empezar a ponerse. Andamos rezagados pero la pereza y la bonanza de estos últimos minutos no dejan espacio para nada más que no sea la diminuta felicidad que supone saberte cerca, aunque indolente y sin hacer nada más que contemplar el tiempo que pasa.
Por aquí, la felicidad
casi siempre consiste en no hacer nada, en leer unos cuantos párrafos que
escoges sin pensar mientras saboreo los restos de una taza de café ya frío. Se
diría que lejos de ti no hay mañana, que el destino es un trazo rebelde que se
empeña en traerte y esconderte, en devolverte a
casa y esperar sin saber qué va a pasar.
Todo es posible y no es molestia saberte ausente, a veces. Nada reconforta más que la mano conocida, la palabra impresa y el saberse más allá de determinadas contingencias en las que, quizá por suerte, nos refugiamos para poder volver sin miedo al aburrimiento, al tedio, sin más miedo que a nosotros mismos.
Caen las
primeras gotas de nuevo y un charco enorme se dibuja en el suelo del patio.
Imagino y te cuento de un velero rezagado horadando el pequeño océano que se
forma sobre las baldosas y sonríes por lo económico que es viajar para escapar
del trasiego de lo cotidiano, de la manta sobrecogedora que a veces supone la
vida. Sumidos en la tarde que vence, buscamos como dos locos la tranquilidad
terapéutica que supone el saber que estamos, que estás, que estoy, aunque en
nada solo quede un poco de agua mojando las aceras y la mala conciencia.
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