Los hombres que tienen una tormentosa vida interior
y que no buscan desahogo en sus palabras o en sus escritos,
son simplemente hombres que no tienen una tormentosa vida interior.
Esta mañana de bochorno rotundo y gaviotas agitadas, voy hasta la cafetería de la esquina a buscar cambio. Juan, el quiosquero, se molesta cuando para pagar el periódico le entrego ni que sea un billete de diez. Al acercarme veo la persiana bajada y miro el reloj, faltan apenas diez minutos para las ocho, pero en la calle se respira domingo y la laxitud de una mañana en la que nadie parece tener prisa. Doy una vuelta a la manzana agitando las manos por lo bajo, como si fuera una bailaora porque el calor empieza a hincharlas y por un momento creo que estallarán. En el surrealismo de la idea de caminar con dos muñones que me flaqueen las muñecas, un nuevo golpe de calor, al girar la esquina, me derrota.
Bebo
mi café y mordisqueo la tostada sin ninguna prisa. Recojo algunas migas con la
punta del dedo para dejarlas en el plato. Alimento a cientos de animalitos
imaginarios con los restos desmenuzados del pan. Empiezo a pensar que la mañana
se presenta melindrosa mientras oigo que Messi ha marcado un impresionante gol
y el mundo resucita con él. Con la calderilla de la vuelta en el bolsillo,
deshago el camino y aunque ahora me siento las manos, algo sigue siendo raro.
Alargar
la vuelta a casa entre el cielo encapotado de una ciudad quisquillosa, de
gaviotas gritonas y banderas ondeantes, forma parte del mal traído remedio a cierto
tipo de nostalgia. Dice Vidal-Folch que “el
primer amor y el primer desengaño tienen un prestigio exagerado”, creo que es
cierto. La cita continúa “No, cuando al muchacho se le parte el espinazo de
verdad y de manera irreparable es cuando pierde el segundo amor: cuando el
desengaño se ha convertido en pauta.” Y no puedo por menos que darle la razón y
apuntar que en la vida, por pura necesidad, no se puede tener más de dos
grandes amores, el resto es metralla sentimental, necesaria para sobrevivir.
Sobre
la acera quedan los restos de una paloma masacrada por las enormes gaviotas que planean
sobre la ciudad que todavía respira entre sueños. Cuento las horas que me
quedan para decidir qué debo hacer. Aun no sé en qué momento empecé
a medir cómo debía mostrarme pero sé que fue cuando se perdió la naturalidad,
la espontaneidad, cuando la muestra de cierto disgusto pasó a convertirse en una
afrenta nunca solventada, cuando las lagunas se convirtieron en líneas fronterizas
que ya no se podían traspasar.
Vuelven a dolerme los dedos. Dicen que es cosa de la presión ambiental, de la circulación de la sangre, aunque bien podría ser que a veces, sin querer, aun escucho, y casi siento, las voces de los que cruzaron a la otra ribera mientras andaba pensando en sinergias y perfumes glaciales. El
día va a ser bochornoso, tremendo.
Vuelven a dolerme los dedos. Dicen que es cosa de la presión ambiental, de la circulación de la sangre, aunque bien podría ser que a veces, sin querer, aun escucho, y casi siento, las voces de los que cruzaron a la otra ribera mientras andaba pensando en sinergias y perfumes glaciales.
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