"¿Crees en los ángeles? A veces cuando entorno los ojos veo sus alas".
“Erik Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las
contestaba todas”. Así empieza uno de los últimos artículos de Enrique Vila-Matas, "No leeré más e-mails".
Ayer recibí una carta. No era del banco, ni de ningún organismo oficial, ni
publicidad de almacenes que no piso jamás. La sostuve a contraluz y vi una cuartilla doblada, miré el
matasellos, el remitente, la puse en el bolso y me fui con ella, paseándola por
toda la ciudad.
Bajé por el paseo central de Las
Ramblas y al llegar a la calle Boquería giré a la izquierda, quería acortar, no porque tuviera prisa sino por llevarme la contraria, para volver a salir de nuevo al paseo central y discutirme sobre el atajo escogido. El aire olía mal, parecía que las últimas brisas del día removieron el
fétido aroma a orín que baña cada una de las esquinas con las que me iba cruzando. Y no fueron pocas.
Un
soplo de aire fresco subió desde el mar. La carta seguía en el bolso, doblada en
un gesto humilde y apenas pensaba en ella. Las nubes se enroscaban anunciando tormenta. Un tipo de tez sombría me ofrece una espiral luminosa que
momentos antes volaba por los cielos pero, cuando parece que los ucranianos que caminan por delante de mí terminarán coronados por ese artefacto volador, una mano oscura, ágil, lo recoge a medio vuelo y lo planta frente a
mis ojos como si fuera un tesoro por descubrir. Seguí caminando y un tipo con
la tez más parda aun me ofreció una lata de cerveza que me anunció fresca y que había sido previamente rescatada de la cuerda que la escondía en el alcantarillado.
“Me puse otra vez de pie pasando
unos segundos, y en tus ojos leí que tú no amabas a nadie. Te deslizabas hacia
la vida, volvías al mundo. Al caos duro y seco que la muerte aprisiona”.
Al llegar a Santa Caterina, me senté a esperar y balanceé el zapato descansando los maltrechos dedos de mis pies. La
noche se fue cerrando y lo artificial de las luces, del humo de un cigarrillo ajeno, me recordó que la carta seguía doblada en mi bolsa, jibarizándose hasta convertirse casi
en un papelito.
“Nada se olvida nunca, las palabras y los rostros flotan alegremente hasta la última orilla. Habrá una añoranza, y luego un
pesado sueño”.
Pensé en lo bien que me vendría aquella lata fría, y en la carta, y en que haría como Erik Satie,
contestarla sin abrir, con cuatro
frases de fingida cortesía, algo así como: “Me alegra saber de ti aunque sea en
estas circunstancias. La vida siempre es
sorprendente incluso trágica en las
cosas menudas. Los dos lo sabemos”. Pero me faltaba un sobre, incluso un sello.
Yo no sé si en los ojos se puede ver que alguien no te ama.
ResponderEliminarSerá una intuición.
Un abrazo. Buen relato.
Yo creo que sí. Un abrazo y mucha gracias Kenit.
EliminarNo te preocupes, por el precio de la lata de cerveza, te regalo sobre y sello (usado, claro)
ResponderEliminarFirmado: el tipo de la tez parda
¡Oh! eso sería maravilloso :)
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