"Y luego, en otoño, el aire seco y vibrante,
cargado de áspera electricidad estática,
que inflama el cuerpo bajo la ropa liviana.
La carne despierta, siente los barrotes de su prisión".
Desde muy temprano leo sentada en
el alfeizar de la ventana. No es una aventura arriesgada, ni mucho menos. Puedo
apoyar los pies en el suelo, la distancia es tan pequeña que mi integridad física, incluso en un ataque de
locura, está a salvo. Busco una postura cómoda mientras dejo vagar la mirada
por el estropicio que ayer hice en el jardín, restos de ramas podadas a
destiempo, hojas secas amontonadas. Una
ráfaga de viento las levanta haciéndolas bailar en un desacompasado vals que
parece escapado de una película de dibujos animados. Hojas bailarinas. Una
idea delirante que solo puede agradar a un niño que no sabe que alejadas de su
rama, las hojas, no son más que apéndices muertos, sin esperanza.
Unas cuantas ventanas más allá, detrás del muro, empieza una discusión que no entiendo y sólo por eso se conviertene un ruido molesto. Subo el volumen de mis auriculares y me entran unas ganas tremendas de
vomitar. Reconozco el hambre. Siempre es igual, primero la desgana y cuando
olvido que mi cuerpo es contradictorio por horas, llega la nausea que se ocupa de recordarme que no soy un ente puro,
que necesito comer, orinar, que soy un cuerpo que se maravilla hasta la locura
con el estallido de la petite mort.
Sabiendo que no me dirá que no, le
pido una taza de café, negro, muy cargado. No me oye y alzo un poco la voz
para pronunciar su nombre, para hacerme oír sobre el escandaloso repique de las
teclas de una máquina de escribir heredada de antiguas batallas que se empeña en utilizar, y también, porque
aunque no está a más de un par de metros, al otro lado de la ventana, está tan
concentrado, pulsando con tanta fuerza el teclado, que mi voz ni siquiera le llega.
Trastea en la cocina, algo se
derrama, lo sé por como jura por todos los demonios que habitan la tierra, pero aún así, aparece por la
ventana, con las gafas suspendidas en el puente de su nariz rotunda y una
sonrisa que los años han mantenido intacta.
Mis ojos recorren su espalda mientras
vuelve a su mesa. Son las doce y el cielo empieza a encapotarse de un modo
absolutamente perturbador.
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