"No entreguéis nunca a la utilidad ni a la pasión sino una parte de vosotros".
Espero en la
marquesina mirando el letrero que indica el tiempo que falta para que llegue mi
tranvía. Quedan diez minutos. No es mucho, solo un poco si tengo en cuenta que durante
esos minutos acabo pensando en lo que no debo. Tiempo en el que se me disparan diálogos
interiores, casi siempre poco adecuados,
que terminan por dejarme la extraña sensación de que el día menos pensado no me
daré cuenta y terminaré murmurando, como “la señora loca de los gatos”, porque
en esas conversaciones a una sola banda termino discutiendo y diciendo la
mayoría de cosas que, aún no se por qué motivo, se quedan dentro en lugar de
estampadas contra la cara de la persona que debería recibirlas.
Me siento junto a
la ventana. No he podido escoger peor sitio, por encima de la cabeza una salida
de aire acondicionado que va a terminar por congelarme las dos ideas y media
que me quedan. En septiembre siempre pasa lo mismo, mantenemos las rutinas
cercanas de un verano que acaba de marcharse y así nos va. Pero no es el primer
año, ni el segundo, ni el tercero que me toca vivir en dos microclimas
asfixiantes uno por exceso y otro por defecto. El helor y la calima se van
intercambiando en función del lugar en el que te encuentras en cada momento, y
el bolso se convierte en un portamaletas donde cohabitan en un caos perfecto,
los pañuelos de papel, pañuelos para el cuello, pañuelos para todo.
Busco, y mientras
busco, me descubro manteniendo un monólogo que me saca de quicio. Es lo malo de
rebobinar conversaciones. Llevo tiempo intentando corregir esta mala costumbre,
y me esfuerzo cambiándome de tema, cogiendo un periódico o un libro, poniéndome
los cascos y tarareando hacia dentro cualquier cosa que suene bien. Pero es ese
otro yo que habita en mí, que campa a sus anchas entre mi esternón y mi vagina,
que no me deja vivir, que vuelve una y otra vez, a lo mismo, a sus soliloquios que
hacen desaparecer las letras, la música, y me revelo absolutamente inútil para
detenerlo. Pero yo me resisto, lo aprisiono, aunque no debe ser suficiente y por eso, a
veces, de un modo casi imperceptible se me escapa un reproche que no va a
llegar más allá de la punta de mi nariz, porque, inmediatamente, lo reabsorbo
para que se quede quieto, dentro, hasta que se muera. Porque los reproches,
tarde o temprano, al igual que las pasiones, acaban muriendo, algunos de
inanición y otros de severo empacho.
Rebobinar conversaciones..., sí. A veces se hace casi obsesivamente, es como un teatro de guiñol.
ResponderEliminarUn abrazo.
¿Tú ves? Por eso prefiero yo ir en mi coche que en el transporte público, porque puedo discutir en voz alta conmigo mismo que da mucho más desahogo. Debe ser corriente eso que cuentas porque a mi me pasa y a mi casi todo lo que me ocurre es corriente.
ResponderEliminarQué bueno... Me ha gustado mucho
ResponderEliminarEsos yos que nos habitan, esos reproches y pasiones en tensión. Demasiado trabajo, me fugo de mi cuerpo, se lo dejo a ellos. ¿Sabes de alguno en desuso?
ResponderEliminarAbrazos, siempre