Me inventé un congreso en el que iba
a participar haciendo una presentación y debía estar allí los cuatro días
completos que iba a durar. Escogí una población alejada, aunque tampoco
demasiado, y unos días poco comprometidos. Quería descansar, no tener que
ocuparme de nada. Quería irme, quería respirar sin tener que estar pendiente de
todo y de todos. Olvidar que tenía un marido, unos hijos adolescentes, una
madre octogenaria con la cabeza ida, y un trabajo que desde hacía mucho había empezado
a asquearme. Quería poder ducharme sin tener que hacer cola para el baño, desayunar
sin tener que preparar el mío y el de cuatro más, sentarme a tomar el sol sin tener
remordimientos porque debería estar camino de cualquier sitio menos al que yo
quería ir. Quería desaparecer o no, mejor, que desaparecieran todos de mi vida
por unas horas, por unos días. Pero verbalizarlo, ni siquiera pensarlo, me
producía un espanto horroroso que me convertía en un monstruo y escondía la
ganas siendo yo la que desaparecía, un día tras otro, convertida en la última
gota que se bambolea antes de diluirse en el charco. Pero esta vez, quería ser
yo la primera, olvidarme de ser la matriz o el apéndice de nadie ni de nada. Buscaba
la libertad. Doble un par de vaqueros, un par de camisas, la ropa interior y lo
coloqué con cuidado en la bolsa de viaje. Salimos todos a la vez y antes de verlos
doblar la esquina, con el roce de los besos de despedida, empecé a sentirme rara.
La libertad más embustera e impostada del universo se abría ante mí, ante mi
maleta y ante la madre que me parió y a la que ya había contestado seis llamadas aquel día. A medio camino, entre la estación y el parque central, me
paré ante un salón de uñas. No tenía prisa, no me esperaba nadie y podía pintarme
las uñas de verde o de azul, del color que me viniera en ganas, y empezar la
aventura de una manera extravagante y vanidosa. El salón, pequeño pero coqueto,
estaba vacío. La música de fondo lo convertía en un lugar sumamente agradable. Quizá
me hiciera los pies. Me senté en un sofá y empecé a bucear entre una enorme
paleta de colores hasta decidirme. La pedicura a modo de desobediencia civil. Me
ofrecieron un té frio que acepté al instante y, mientras me masajeaban los pies
a dos cuatro manos, me quedé dormida. Creo que debió ser entonces cuando el
ansia de libertad se esfumó. Me desperté un poco contracturada pero con unos
pies divinos. Recordé que tenía que ir a coger un tren, que a unos ciento de
kilómetros me esperaba la nada. Eso era lo que yo quería sobre todas las cosas.
Pagué, salí a la calle y empezó a llover. Miré a un lado y a otro de la calle.
La ciudad me pareció inmensa bajo aquella cortina de agua. Paré un taxi y le di
las señas de casa mientras les escribía: Esperadme para cenar.
lunes, 6 de marzo de 2023
LIBERTY VALANCE
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Buen relato, Anita.
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