Tal día como hoy de hace tres años empezó el encierro con la
incertidumbre y el terror en el cuerpo. En ese momento, de un manera casi
unánime, el mundo entero creyó que de todo aquello, si sobrevivíamos,
saldríamos mejor. Todo iba a cambiar. Tiempo más tarde, con aquello relegado en
algún lugar entre el corazón y la cabeza, en el que pocos quieren escarbar, se
ha hecho evidente que nada ha cambiado, al menos no a mejor. Busco la
manera de eliminar toxicidad que nos rodea y nado. Nado como puedo. En el
vestuario, una anciana con la que coincido a diario, me pide que la ayude a
colocarse bien los tirantes del bañador. Me sujeta la muleta mientras llevo a
cabo la operación y desenrollo con cuidado la licra que le aprisiona el hombro.
Tiene la edad de mi madre, lo sé porque me lo dice con orgullo. Le digo que
está estupenda mientras ella, sin parar de hablar, da buena cuenta a un plátano
que ha pelado a una velocidad vertiginosa. Mientras habla, yo me desnudo y ella
lanza la piel al cubo de la basura. Es por el potasio, me dice. La dejo allí de
chachara con otras mujeres que terminan de vestirse para sus clases y siento envidia.
Salgo a la calle con el pelo mojado y recorro la acera sorteando a los niños
que van al colegio. Hace tres años, tal día como hoy, no había nadie. Era el
primer día del confinamiento y me fui al trabajo para recoger algunas cosas que
iba a necesitar. Crucé la misma calle por la que hoy camino, cogí un autobús y
atravesé la ciudad vacía. El miedo y la esperanza creo que resumen aquellos
días. Hoy, tres años después, el miedo es otro y la esperanza en un mundo mejor
se ha diluido como un azucarillo en un vaso de agua. Nada es mejor, ni siquiera
mínimamente mejor. La sensación de no poder hacer nada al respecto se ha convertido
en un sentimiento descorazonador que juega al fijo discontinuo. Pero a veces,
solo a veces, aparece algo que me hace bascular y por un tiempo, entre tirantes
que se retuercen, plátanos que apetecen todo, y el aire que empieza a oler a
primavera, vuelvo a pensar que las cosas pueden mejorar y me quedo allí, en ese
estado de enajenación sentimental transitoria, hasta que la realidad vuelve para
tocarte el hombro y recordarte que la mierda sigue ahí fuera.
Quizás haya sido un mal sueño.
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