"Érase dos peces jóvenes que nadaban
juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo, que los saludó y
les dijo, "Buenos días, muchachos ¿Cómo está el agua?" Los dos peces
jóvenes siguieron nadando un rato, hasta que eventualmente uno de ellos
miró al otro y le preguntó, "¿Qué demonios es el agua?".
Existen
substancias altamente alienantes, unas cuantas
pastillitas disfrazadas de píldoras de la felicidad que nos permiten
campar a ratos por el limbo de la ignorancia, aunque sea química. Pero
el caso es que la
comodidad y la economía de guerra dan para lo mismo sentándonos frente
al
televisor. Nunca una caja tan tonta como ésta ocupó un lugar tan preponderante, destacado y lustroso en la mayoría de los hogares de este país.
El fin de semana, en Barcelona llovió torrencialmente.
Salir a la calle se convirtió en una gesta heroica, sólo la búsqueda de lo más
esencial para sobrevivir durante los siguientes dos días podía aventurar a los
más aguerridos a salir fuera, siempre que asumirán el riesgo de ser
arrastrado por las riadas de agua sucia que desde hace ya cuatro días bañan las
aceras, las calzada, cualquier cosa que está al cielo raso.
En día así, lluviosos a rabiar, una se cansa de todo y
después de cientos de vueltas, de lecturas iniciadas e interrumpidas por cualquier cosa, de conversaciones a dos, a tres, a cuatro o a cinco bandas incluso, termina empotrada en el sofá, con el mando a distancia entre las manos y
cambiando de un modo desastrosamente compulsivo de un canal a otro, y así, de manera contínua, hasta perder la razón y el conocimiento de lo que aparece por esa especie de
mundo paralelo que vive tras una pantalla de plasma.
Y verdaderamente, el sábado quedé impresionada, impactada, con la boca
abierta y la cabeza al ralentí, después de una sesión ininterrumpida de informativos y tertulias varias. ¿En qué
país vivimos? La pregunta es tonta, porque la respuesta es obvia, en uno que es tan alucinantemente gentil que todo es
posible. Sí, todo. Y cabe todo, desde las estafas económicas más grandes, la
corrupción más tremenda, los abusos más incontestables, los tertulianos más sectarios y la madre que los bendijo, porque en este país, pase lo que pase,
nunca pasa nada y la memoria colectiva tiene el tamaño de un grano de arroz.
La maldad del sistema televisivo, consistente en lanzarnos cucharadas de
lo más infame acompañadas de babosos programas, en los que unos y otros se
dedican a mentarse a la madre, a ponerse a caer de un burro (divertimento
nacional, por otro lado), no tiene fin y provoca, al final, una especie de
estado de shock mental del que no es fácil salir bien librado.
Tuve suerte y la cosa, tras unos primeros espasmos
extraños, no llegó a más. Tuve suerte, digo, porque Dalhman, después de ignorarme durante toda la tarde, saltó a mi falda reclamando
una buena dosis de mimos. Haciendo una cuantas contorsiones, conseguí apagar el televisor y debo reconocer que sentí cierto
vértigo y me prometí, por todo lo que más quiero, que los próximos días de
lluvia en los que quedemos atrapados en casa, como si de un estado de excepción
se tratara, venceré la tentación de buscar la programación de la caja tonta. Volveré a mis
múltiples películas, a los libros y, si la cosa se nos pone de cara, a la cama
para calentar el cuerpo y el alma, que tampoco viene mal.
Lo cotidiano como acto de sobrevivencia. Podría ser la selva, o el Amazonas.
ResponderEliminarEs hasta claustrofóbico por su roce existencialista. Como sin salida.
Me encantas, Anita.
Y a mí, tú más.
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