"¿La creación está inconclusa? Sí. Y éste es el requisito por donde,
inevitablemente, Dios se me cuela al mundo".
Le pregunté
por qué se sentía insatisfecho, contestó que era por pensar demasiado en el mañana. Sentía cierta aprensión a los futuribles pero
su enfermedad “del mañana”, como él la llamaba, consistía precisamente en pensar
y construir futuros que se apoyaban en los frágiles “palitos” que encontraba
por el camino. Esta extraña enfermedad que convertía a las mujeres más diversas
en tronquitos finos y suaves que sostenían sus absurdas fantasías, le
acrecentaban las que de verdad padecía, entre otras un misterioso estreñimiento
que solo conseguía mitigar bebiendo un
grandísimo vaso de agua caliente después de engullir, casi sin respirar, no
menos de media docena de brevas.
Sobre la mesa vi, semiocultos por los restos de un periódico viejo,
las pieles maduras de unos cuantos higos que no me atreví a contar. Nunca me
gustó conocer las interioridades gastrointestinales de nadie, pero aquel
montoncito agridulce que se desparramaba sobre el mantel era la prueba evidente
de que además de ciertas apreturas, andaba imaginariamente enamorado, construyendo un nuevo futuro.
Al cabo de casi una hora de estrambótica conversación, me despedí sin
darle la mano churretosa que se empeñaba en limpiar contra la pernera de su
pantalón. Le prometí que el próximo día saldríamos a pasear. Necesitaba tomar
el aire, que el sol le perfumara la barba, y que el servicio de limpieza entrara
y se llevaran toda aquella cochambre que a fuerza de pensar demasiado había
acumulado sobre la mesa, bajo la cama e incluso sobre el alfeizar de la ventana
que compartía con algunas palomas viejas que dormitaban al sol, si no estaban
medianamente muertas.
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