"La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas,
parece sencillamente inagotable".
Un
veinticuatro de noviembre, escribí “sorprendente”. Las anotaciones de los siguientes
días podrían esclarecen a un profano el misterio de aquella palabra que ocupaba
el hueco de un día completo en el agenda, y que se sobrescribía sobre
anotaciones de reuniones, horas de salida y localizadores. Un misterio sin gran
misterio.
Aquellos
días las cosas se sucedían de un modo rápido, casi feroz. Las semanas pesaban
como losas, y aunque por sí sola aquella sorpresa anotada al final de un día pudiera apuntar a una cierta nota de color y esperanza, no era así. Se había
desvanecido como un anillo de humo y, aunque intenté comprenderlo, no encontré
ni razón, ni motivo. Dejé de esperar que esa desaparición gaseosa se transmutara
en una aparición de carne y hueso, de su carne, de mis huesos. No quedaba
ningún rastro, quizá el leve recuerdo de un aroma impreciso y difícil de
asociar a nada que no fuera una manera de vivir. La mía que, durante algún
tiempo, fue la suya, o eso creí yo.
Había
vuelto en muchas otras ocasiones después y recorrido en solitario el mismo
trayecto. Le pedí al taxista que me dejara a la altura de Ortega y Gasset,
prefería caminar los últimos metros. Los pies se hundieron en una alfombra de hojas
pardas que se arremolinaban sobre la acera y se me escapó una sonrisa, el
descuido o la leve decadencia de un noviembre conflictivo, aquí era imperdonable.
Intenté esquivar las ráfagas de un viento mortal
refugiándome bajo el saledizo del portal, había llegado. En aquel momento, en la
acera de enfrente se abrió de golpe una puerta y un grupo de gente salió alzándose
los cuellos de los abrigos. Una ráfaga de viento helado cruzó la calle y le vi, me vio, nos vimos. Continuó caminando,
encendiendo un cigarrillo en un gesto mil veces repetido, y yo abrí la puerta dejando atrás el sonido metálico
de una puerta segura.
Unos
copos de nieve temprana habían empezado a cubrir la acera. Al subir, me senté
en la esquina de la mesa, frente a la ventana y, aunque las ráfagas no arreciaron
en toda la mañana, nada consiguió llevarse la imagen, casi difusa, de su aparición
casi desvanecida en un portal cualquiera.
Al
volver, con el último traqueteo, anoté “sorprendente”. No había muerto y la
cabeza, después de todo, seguía entera. Puse la mano sobre el cuello y noté mi pulso
sin quebrantos y me alivió saber de su disipada existencia que, de un modo fortuito, dormía enterrada entre los copos de
una nieve temprana y las hojas terrosas consumidas tras un tiempo esplendoroso
y una vida forjada a la medida de una esfera de cristal.
Han
pasado cuatro años exactos desde aquel día y, al igual que entonces, aunque a
cientos de miles de kilómetros vitales después, el viento sigue arremolinando
hojas que esconden pasados delgados como los filamentos de una candela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario