"Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones".
Esta historia me la contó una mujer en uno de los viajes
que frecuentemente hago en tren. Aquella tarde, el compartimento estaba
prácticamente vacío, al fondo, una mujer joven que intentaba encajar una bolsa
de viaje en el portamaletas. Unos cuantos asientos por delante del mío, un
hombre grueso, de pelo cano, del que poco más puedo decir porque no se movió de
su butaca en todo lo que duró el viaje.
Aun no habíamos dejado atrás la estación que, a mi lado,
apareció aquella mujer buscando un asiento. Tenía todos los que quería y más
pero se sentó muy cerca de mí, al otro lado del pasillo y, por el cristal, pude
ver como sobre la mesilla desplegaba un sinfín de artilugios y objetos, sin ni
siquiera haberse quitado el abrigo.
El tren empezó a abrirse paso a través de la oscuridad de
las primeras horas de la noche. Dejamos atrás las luces de la ciudad y el
barullo de las grandes estaciones. El
silencio se hizo absoluto. Los trenes ya no traquetean, se deslizan sobre
railes relucientes y dejan tras de si una estela de aire que ya ni tan siquiera
adornan con una ligera y melancólica carbonilla.
No recuerdo muy bien como comenzó la conversación. No
tenía ganas de enredarme en una charla casual y sabía que si aquella desconocida comenzaba a hablar, ya no
podría detener en todo el viaje, siempre es así. Estaba cansada después de todo
un día de ajetreo y lo que me apetecía era apoyar la cabeza, cerrar los ojos y
no volverlos a abrir hasta llegar a mi destino. Con voz templada me pidió la
hora, al minuto me preguntó de dónde era y si volvía a casa. Contesté un desganado
sí y fue ahí donde, sin saber cómo, empezó su historia.
Los últimos cuarenta y cinco años había vivido cerca de Casablanca
y ahora, cumplidos ya los sesenta y siete, viuda, sin hijos, y con las ataduras de la edad madura, volvía a
su ciudad natal. Pronunció aquel “volver
a casa” con cierto abatimiento y buscó, entre la decena de cosas que había
dejado sobre la mesa, una pitillera con la empezó a jugar, sin mirarla ni un
solo momento. Se hizo un silencio que dudé en romper, pero no hizo
falta, un golpe de viento secó sacudió el ventanal, sacándola de su
ensimismamiento. Continuó su relato. Su marido había muerto hacía apenas un par
de años y la pena, aunque no había desaparecido, la vida seguía. Ahora, le
quedaba un mundo en el recuerdo y un padre nonagenario que la llamaba a su vera
antes de morir.
Me mostró la pitillera y con una ternura desmedida me la
alcanzó medio abierta para que leyera una inscripción. La terminé de abrír con cuidado, en su interior, cuatro
iniciales rodeadas de una cenefa delicada. Para mí no tenían significado
alguno, sin embargo, sabía que estaba bordeando la intimidad no sólo de Isabel, sino la del antiguo propietario de aquel objeto.
Las iniciales respondían a las de su madre y a las del hombre al que siempre
amó, según me dijo. Durante más de diez minutos habló de aquella mujer que la
había traído al mundo, de su vida apasionada, de la dificultad de vivir contra
corriente y de su pérdida tan temprana, ella apenas la recordaba más que por
algunas fotografías y cartas de juventud. Le pregunté por su padre. Algo se
apagó en sus ojos y sus manos volvieron sobre la mesa. Su madre había vivido una
historia de amor escandalosa y ella, que ahora era mayor que lo que su madre
llegó a ser nunca, era el producto de aquel amor de juventud, desmedido y
oculto. Nada extraño pensé. La vida está llena de relaciones así, de amores
fugaces, intensos, de hijos que son hijos de otros, y así se lo dije. Sus ojos se volvieron profundos y su voz un quiebro. El
amor de su vida, el de su madre, había sido el esposo amado de la mujer que
ahora tenía sentada apenas a un metro de mí. Me resultaba difícil de creer,
debió de verlo en mi cara, y continuó el relato mientras el cristal de la
ventana, que tenía a su espalda, me devolvía el reflejo de los árboles que
bordeaban las vías, convirtiéndolos en puntos imprecisos, volátiles y casi
irreales.
Su madre se había enamorado a los dieciocho años de un
militar que andaba de paso por la ciudad, fueron los meses más intensos de su
vida, según supo con los años. Al tiempo, aquel hombre marchó y ella, con una
hija en el vientre de la que aún no sabía su existencia, no quiso esperar, decidió
casarse con quien, desde siempre, la había pretendido. Fue su manera de
matar su amor. El pasado quedó enterrado bajo toneladas de minutos, quebraderos
de cabeza y nunca más se supo.
Con los años, Isabel, mi compañera de fortuna, terminó en Casablanca, trabajando en
el Instituto Francés. Allí conoció a Alfonso, un hombre veinte años mayor que
ella que le robó el sentido y le entregó la vida. Tras enviudar, casi cuarenta
años después, entre los objetos de su esposo, aquella mujer que ahora hablaba como
si lo hiciera por primera vez, encontró
una caja llena de recuerdos, entre ellos una fotografía, escrita por el dorso. Aquel
papel amarillento y desmembrado le devolvió la imagen de su madre y de un joven
y sonriente Alfonso, enlazados por la cintura como sólo se cercan los
enamorados. En la misma caja, unas cartas sin enviar, la pitillera con la que
volvía a jugar mientras hablaba y el tormento de la sangre envuelto en un invisible celofán.
No podía dar crédito. Continuó hablando de escenarios,
del amor puro, de lo mucho o poco aque vale la sangre que se transforma en un liquido
elemento moralizante, de las sinergias vitales, de realidades desconocidas que
pululan por el mundo y que, aunque acaben ocultándose bajo la hojarasca, se revuelven
para que no se olviden. Nada importa salvo el amor, fue lo último que le oí
decir, mientras guardaba en una enorme bolsa todo el atrezzo que había dejado
sobre la mesilla desplegable. La vi bajar, perderse en una estación en mitad de
la nada. Había llegado a su destino y a mí, aún me quedaba una hora de viaje.
Nunca sabré si lo
que aquella mujer me contó era cierto o no, pero puedo asegurar que durante
horas consiguió retener mi atención y consiguió, aquella absoluta desconocida,
mantenerme pendiente de una vida que puede que, en realidad, inventara para mí.
No sé si cogiste ese tren, o si de hacerlo creaste el personaje durante el viaje, pero sea lo que sea, me ha mantenido en vilo la historia, por bien contada.
ResponderEliminar;)
Merci Pometa :)
ResponderEliminarMuy Corín Tellado, con todos los respetos.
ResponderEliminarSon los efectos secundarios de crecer escuchando los seriales de la radio de Guillermo Sautier Casaseca :)))))))))
EliminarYo es que de pequeño le he leído muchas novelas de Corín Tellado a mi abuela casi ciega, y no creas que no me gustaban ;)
EliminarClaro, nos gustaban a todos :)
EliminarMe gustó viajar contigo.
ResponderEliminar...me fijé en eso de amar a alguien para siempre...
-¿Será posible eso?
Siempre es grato leerte.
Un abrazo, Anita.
Pues no sé si es posible amar de esa manera y por siempre. Y a mi me gusta, mucho, que pases siempre por esta casa. Un abrazo
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