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miércoles, 29 de octubre de 2014

DE LA FURIA Y DEL POCO RUIDO



“Era como si mientras el engaño sucedía en silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados, favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que ésta tiene un aspecto cómodo.”




Esta mañana, mientras mataba las horas en el tren he asistido, sin querer, a una trifulca sentimental. La pareja hablaban casi susurrando, pero la escasa distancia entre los asientos ha terminado por convertir su personal batalla en el elemento de distracción de los que viajábamos a su alrededor. El monólogo acalorado y casi murmurado de ella, se interrumpía con un lapidario y frío “yo no tengo nada más que decir y no quiero escucharte más. Así son las cosas”.

No sé cómo ha empezado el tema, como tampoco sé el modo en que ha finalizado porque un ataque de molicie me ha arrastrado desde mi asiento hasta la cafetería.  Ya en ella, a salvo de contingencias ajenas, mientras cruzábamos campos yermos como la matriz de una anciana, bebiendo el peor café del mundo, he pensado de la cantidad de veces que nos cerramos en banda, que nos enquistamos en nuestros propios argumentos (interesados casi siempre) y evitamos movernos un ápice del lugar en el que nos colocamos. No hay nada más frustrante que intentar hablar con quién no quiere escuchar. Y es una perdida significativa de fuerzas y un desgaste absoluto intentar que las propias razones sean tenidas en cuentas por quien ha decidido no seguir hablando, no escuchar, y se carga de obstinación para evitar que por cualquier grieta se le cuele cualquier argumento que pueda hacer tambalear el muro levantado.

Mientras veo pasar los postes de la catenaria a una velocidad de vértigo, he pensado en un par de contenciosos que tengo abiertos por ahí con imposibilidad de hablar, por cansancio, por falta de voluntad. Me he pedido un segundo café, para tirar hacia abajo la bola de lo que uno se guarda dentro porque ya no hay interlocutor que valga. Y pienso en lo inútil y cansado que es monologar y preocuparse cuando lo que uno quiere es dialogar y ocuparse. Pero supongo que eso nos pasa a todos, en ocasiones nos tornamos sordos y en otras, a fuerza de intentar que nos escuchen, nos quedamos mudos. Será nuestra extraña condición.


martes, 26 de noviembre de 2013

SINERGIAS


"Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones".


Esta historia me la contó una mujer en uno de los viajes que frecuentemente hago en tren. Aquella tarde, el compartimento estaba prácticamente vacío, al fondo, una mujer joven que intentaba encajar una bolsa de viaje en el portamaletas. Unos cuantos asientos por delante del mío, un hombre grueso, de pelo cano, del que poco más puedo decir porque no se movió de su butaca en todo lo que duró el viaje.

Aun no habíamos dejado atrás la estación que, a mi lado, apareció aquella mujer buscando un asiento. Tenía todos los que quería y más pero se sentó muy cerca de mí, al otro lado del pasillo y, por el cristal, pude ver como sobre la mesilla desplegaba un sinfín de artilugios y objetos, sin ni siquiera haberse quitado el abrigo.


El tren empezó a abrirse paso a través de la oscuridad de las primeras horas de la noche. Dejamos atrás las luces de la ciudad y el barullo de las grandes estaciones.  El silencio se hizo absoluto. Los trenes ya no traquetean, se deslizan sobre railes relucientes y dejan tras de si una estela de aire que ya ni tan siquiera adornan con una ligera y melancólica carbonilla.  


No recuerdo muy bien como comenzó la conversación. No tenía ganas de enredarme en una charla casual y sabía que si  aquella desconocida comenzaba a hablar, ya no podría detener en todo el viaje, siempre es así. Estaba cansada después de todo un día de ajetreo y lo que me apetecía era apoyar la cabeza, cerrar los ojos y no volverlos a abrir hasta llegar a mi destino. Con voz templada me pidió la hora, al minuto me preguntó de dónde era y si volvía a casa. Contesté un desganado sí y fue ahí donde, sin saber cómo, empezó su historia.


Los últimos cuarenta y cinco años había vivido cerca de Casablanca y ahora, cumplidos ya los sesenta y siete, viuda, sin hijos,  y con las ataduras de la edad madura, volvía a su ciudad natal. Pronunció aquel “volver a casa” con cierto abatimiento y buscó, entre la decena de cosas que había dejado sobre la mesa, una pitillera con la empezó a jugar, sin mirarla ni un solo momento.  Se hizo un silencio que dudé en romper, pero no hizo falta, un golpe de viento secó sacudió el ventanal, sacándola de su ensimismamiento. Continuó su relato. Su marido había muerto hacía apenas un par de años y la pena, aunque no había desaparecido, la vida seguía. Ahora, le quedaba un mundo en el recuerdo y un padre nonagenario que la llamaba a su vera antes de morir.


Me mostró la pitillera y con una ternura desmedida me la alcanzó medio abierta para que leyera una inscripción. La terminé de abrír con cuidado, en su interior, cuatro iniciales rodeadas de una cenefa delicada. Para mí no tenían significado alguno, sin embargo, sabía que estaba bordeando la intimidad no sólo de Isabel, sino la del antiguo propietario de aquel objeto. Las iniciales respondían a las de su madre y a las del hombre al que siempre amó, según me dijo. Durante más de diez minutos habló de aquella mujer que la había traído al mundo, de su vida apasionada, de la dificultad de vivir contra corriente y de su pérdida tan temprana, ella apenas la recordaba más que por algunas fotografías y cartas de juventud. Le pregunté por su padre. Algo se apagó en sus ojos y sus manos volvieron sobre la mesa. Su madre había vivido una historia de amor escandalosa y ella, que ahora era mayor que lo que su madre llegó a ser nunca, era el producto de aquel amor de juventud, desmedido y oculto. Nada extraño pensé. La vida está llena de relaciones así, de amores fugaces, intensos, de hijos que son hijos de otros, y así se lo dije. Sus ojos se volvieron profundos y su voz un quiebro. El amor de su vida, el de su madre, había sido el esposo amado de la mujer que ahora tenía sentada apenas a un metro de mí. Me resultaba difícil de creer, debió de verlo en mi cara, y continuó el relato mientras el cristal de la ventana, que tenía a su espalda, me devolvía el reflejo de los árboles que bordeaban las vías, convirtiéndolos en puntos imprecisos, volátiles y casi irreales. 


Su madre se había enamorado a los dieciocho años de un militar que andaba de paso por la ciudad, fueron los meses más intensos de su vida, según supo con los años. Al tiempo, aquel hombre marchó y ella, con una hija en el vientre de la que aún no sabía su existencia, no quiso esperar, decidió casarse con quien, desde siempre, la había pretendido. Fue su manera de matar su amor. El pasado quedó enterrado bajo toneladas de minutos, quebraderos de cabeza y nunca más se supo. 


Con los años, Isabel, mi compañera de fortuna, terminó en Casablanca, trabajando en el Instituto Francés. Allí conoció a Alfonso, un hombre veinte años mayor que ella que le robó el sentido y le entregó la vida. Tras enviudar, casi cuarenta años después, entre los objetos de su esposo, aquella mujer que ahora hablaba como si lo hiciera por primera vez, encontró una caja llena de recuerdos, entre ellos una fotografía, escrita por el dorso. Aquel papel amarillento y desmembrado le devolvió la imagen de su madre y de un joven y sonriente Alfonso, enlazados por la cintura como sólo se cercan los enamorados. En la misma caja, unas cartas sin enviar, la pitillera con la que volvía a jugar mientras hablaba y el tormento de la sangre envuelto en un invisible celofán.


No podía dar crédito. Continuó hablando de escenarios, del amor puro, de lo mucho o poco aque vale la sangre que se transforma en un liquido elemento moralizante, de las sinergias vitales, de realidades desconocidas que pululan por el mundo y que, aunque acaben ocultándose bajo la hojarasca, se revuelven para que no se olviden. Nada importa salvo el amor, fue lo último que le oí decir, mientras guardaba en una enorme bolsa todo el atrezzo que había dejado sobre la mesilla desplegable. La vi bajar, perderse en una estación en mitad de la nada. Había llegado a su destino y a mí, aún me quedaba una hora de viaje.


Nunca sabré si lo que aquella mujer me contó era cierto o no, pero puedo asegurar que durante horas consiguió retener mi atención y consiguió, aquella absoluta desconocida, mantenerme pendiente de una vida que puede que, en realidad, inventara para mí.


miércoles, 14 de agosto de 2013

PARENTHESIS





Los paréntesis son buenos, incluso ponerle paréntesis a la gente y que ella te los ponga a ti, aunque en este último caso, cuando eres al que se coloca entre imperfectos semicírculos, mentes a todas las pestes del infierno. Pero sí, los paréntesis son buenos, incluso con las consecuencias que ellos traigan.


Así que ando por ahí, pasando un frío bastante importante, soportando alguna que otra lluvia torrencial, y amenizando las jornadas a base de pintas, cantos en lenguas extrañas y liberada de obligaciones relevantes. Pero también en este punto hay paréntesis, y abro uno. Me entero, de un modo nada convencional, del nacimiento de mi nuevo sobrino. Llega antes de hora y dando guerra. Así que después de dos días (los que han tardado en localizarme), y algún tropiezo aéreo, puedo decir que existe un nuevo motivo fundamental para seguir caminando con la vista al frente e intentando hacer de este mundo extraño un útero gigante en el que valga la pena vivir.


Vuelvo a cerrar el paréntesis y retorno a Yeats, a pasear y, por qué no decirlo, a idear estrategias para que este hermosísimo niño, pelirrojo, que ya ocupa un lugar importantísimo en el mundo, mi mundo, sea, ante todo, el tipo más feliz del mundo. 


Dejo un poema de Yeats... 

Cuando estés vieja y gris y somnolienta
y cabeceando ante la chimenea, toma este libro, 
léelo lentamente y sueña con la suave mirada
y las sombras profundas que antes tenían tus ojos.
Cuántos amaron tus momentos de alegre gracia
y con falso amor o de verdad amaron tu belleza,
pero sólo un hombre amó en tu tu alma peregrina
y amó los sufrimientos de tu cambiante cara.
E inclinada ante las relumbrantes brasas
murmulla, un poco triste, cómo escapó el amor
y anduvo en las cimas de las altas montañas
y entre un montón de estrellas ocultó su rostro. 



 

domingo, 14 de julio de 2013

COSAS QUE HACER EN DOMINGO





Esta es una ciudad calurosa, cosa de la humedad, del exceso de asfalto y de vivir cercado por la muralla natural que forma un monte que empieza a superpoblarse y el espeso Mediterráneo. Buscar alternativas a una playa sucia que huele a "Coopertone", sudor y a cachaza venenosa puede ser un ejercicio de riesgo, algo así como una muerte bajo el sol.





Pero, si aún estás dispuesto a ello, puedes calzarte unas sandalias, adentrarte en el lado más canalla de la ciudad, dejar que las aceras se te peguen a las suelas de los zapatos y perderte un rato en el "Archivo Bolaño". Cosa de locos y de los que creemos, como dijo el autor, que, en el fondo, la parodia, sólo disfraza el deseo enorme de ponerse a llorar.
 
Pero puede que el inmenso calor que hoy nos tortura te tenga a la sombra frente a tu portátil, y si es así, que lo es, puedes asomarte un rato por el enlace que sigue a estas líneas:






Aunque puedes esperar a que baje el sol y acercarte a alguno de los pocos cines que quedan ya, y pasarte las siguientes dos horas debatiéndote entre si lo mejor de algunas películas es su fotografía, su banda sonora o el misterio que se combina en el intento de vendernos una moto bien vestida, inocentona, y que encima consigan que paguemos por ella. 



Pero puede que no sea nada de todo lo anterior lo que te apetezca, no. Puede que lo único que quieras sea encerrarte en tu mundo y repasar todo aquello que dejaste atrás y ya no pesa, o recrearte en un presente que no sabes hacía dónde te lleva, o en un futuro, a todas luces torticero, que está por llegar. Y puede que sólo te apetezca releer las cartas que un día escribiste y nunca enviaste. 

Aunque lo cierto es que hay cientos de miles de cosas que hacer en domingo, ninguna como estar junto a ti, matando las horas, sin hacer nada, solo dejando la vida pasar.