...No salir, no tomar copas
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia...
Jaime Gil de Biedma. Vita Beata
Puede que solo seamos el reflejo de lo que creemos ser. Que
en lo esencial seamos lo mismo que enviamos hacia fuera aunque a nosotros nos
sorprenda lo que nos devuelve el espejo. Mirarse en otro es un ejercicio de
enorme humildad que nos hace vulnerables. Con el tiempo y lo vivido, vamos
perdiendo ingenuidad y vamos picando muescas en el imaginado cabecero en el que
colocamos la vida. Como animales acomodaticios, aprendemos a guarecernos de
ciertos males que siempre llegan. Intentamos protegernos de la mella que nos
regalarán con su llegada. Nos afanamos en ocultar las cicatrices que casi
siempre se nos ven por otro lado. Pero aun así, tullidos de vivir, seguimos. Nos
curtimos a base de momentos intensos, de circunstancias vitales que nos enseñan
los dientes y de las que solo se descansa cuando llegan esos momentos menudos e
insignificantes que nos vuelven comodones. La felicidad es un soplo breve que
se va tan pronto como llega, dejándonos huérfanos y sobrecogido por la querencia
del día a día que se repite hasta el infinito, convirtiendo el tránsito de
vivir en una suerte de monotonía de la que incluso da pereza sacudirse. Es
entonces, templados por la quietud, cuando nos descubrimos igual que siempre,
pero un poco más viejos, un poco más cansados.
Mirarse en otro debería ser de obligado cumplimiento, casi una ley. Creo que seríamos más humanos, sí.
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